ncertidumbre. Desasosiego. Incredulidad. Tensión. Ambiente envenenado. Demasiado ruido. Ocurre en un país atormentado donde su Tribunal Constitucional se basta, aunque por la mínima, para aguar el hondo calado de la defenestración de medio gobierno. Donde el partido mayoritario se enmienda para conjurarse estéticamente ante la embestida enemiga. Donde la derecha se echa feliz para mucho tiempo en el brazo armado de una inmovilista Justicia. Donde el pragmatismo institucional de ERC baja sumiso la cabeza ante la exaltación emocional del independentismo catalán que le intimida más en Francia que en Madrid. Donde, en definitiva, el desenfreno callejero diezma la esperanza de una recuperación sanitaria y económica siquiera a medio plazo, mientras desarma la patética potestad autonómica.
Es un sinvivir. Faltan certezas. El mazazo del TC envalentonando la pretensión militarista de Vox a favor del estado de excepción, aunque entre dudas fundadas, inocula, sobre todo, la desconfianza ciudadana, precisamente en un momento ávidamente necesitado de esperanza, de determinación. Además, asesta un golpe certero a Pedro Sánchez no tanto por el alcance de sus medidas contra la pandemia sino como castigo indirecto a su numantina resistencia para dotar de seguridad jurídica a una situación tan excepcional. Una polémica y controvertida resolución que rocía gasolina sobre el desprecio mutuo entre socialistas y populares y aleja todavía más la imprescindible renovación del poder -cada día más- de la judicatura.
España se resiste a desprenderse de la justicia para armonizar su acción política, posiblemente por la incapacidad de diálogo entre diferentes de unos gestores bastante mediocres, Y así le va. La toga es una sombra permanente de la que ni algunos jueces ni algunos partidos parecen dispuestos a desprenderse, aunque resulte tan distorsionadora. Catalunya viene siendo el paradigma más desgarrador. Ahora, empero, comparte tan nefasto escenario con el descarado protagonismo que asumen los tribunales dilucidando, mediante sentencias contrapuestas, el ajuste a derecho de las medidas públicas contra los contagios del virus. El reino de la confusión.
Tampoco bajan demasiado claras las aguas por los chorros del PSOE. Se cuentan con los dedos de una mano quienes aseguran interpretar con voz preclara las claves no solo del zambombazo inmisericorde del presidente con sus ministros de confianza -Iván Redondo, incluido-, o esbozar el trazo grueso de la dirección que saldrá del Congreso Federal de octubre, en Valencia. Muchos sanchistas de primera generación temen por lo suyo, como jamás pudieron imaginar cuando emprendieron la demolición del felipismo, creyendo como Adriana Lastra que les había llegado su momento. Han descubierto fatídicamente en carne amiga la frialdad despiadada de su líder para deshacerse como hojas de otoño de fieles compañeros de viaje. Ya tienen el miedo en el cuerpo. Más aún, es ahora cuando muchos comprenden que en este golpe de mano al presidente no le guía una imperiosa cuestión ideológica. Sánchez apuesta ahora por el mestizaje de todas las sensibilidades del partido -reveladora la sorprendente resurrección de Rubalcaba- como escudo protector del poder y así desvanecer ese avance de la derecha que reiteradamente advierten las encuestas y, también, varias capas dirigentes del propio PSOE.
Unidas Podemos es un invitado de piedra en esta confrontación planteada más en La Moncloa que en Ferraz para debilitar el engreimiento creciente que se detecta sin esfuerzo en la derechizada dirección del PP. Bastante tiene la coalición de izquierdas con colocar sus mensajes críticos dentro del propio Gobierno, sobre todo en el ámbito social y de género, para garantizarse su minuto de telediario. Tampoco resultan necesarios para las apetencias de Sánchez, volcado personalmente en rentabilizar la generosa distribución de las decenas de miles de millones de los fondos europeos.
Lo acaba de hacer en Asturias, territorio que no se atrevía a pisar por la inquina de la industria local hacia la política de Teresa Ribera. Allí fue para dinamizar con toda la pompa justificada una inversión de 1.000 millones de la poderosa Mittal en Arcelor. Tan paradigmático ejemplo lo irá multiplicando para su mayor gloria hasta el final de legislatura. Frente a esas exhibiciones, el PP disparará a todo lo que se mueva o, simplemente, encontrará la lírica suficiente en esa renovada exaltación independentista catalana que tanto intimida a Pere Aragonès.