n ese afán por catalogar las tribus urbanas, y simplificando mucho, un hípster sería esa persona de gustos modernos, estética de barba arreglada y atuendos retros. La novela de Daniel Gascón Un hípster en la España vacía los retrata en un escenario similar al que se producirá estos días en muchos de los 417 pueblos que componen Álava: con la llegada del verano y la apertura de los cierres perimetrales, esos pueblos volverán a llenarse de viejos y nuevos visitantes. Es cierto que, en ocasiones, estos últimos pueden generar desajustes en la vida diaria del lugar. Los nuevos visitantes que optan por no interactuar con la comunidad, pueden ser vistos por quienes viven en el pueblo como esos invitados que llegan a tu fiesta, no traen nada y además se marchan antes de empezar a recoger.
"Cuando hace frío, no venís; cuando hay que trabajar en auzolan, no estáis; cuando hay que pagar impuestos, no apoquináis", recoge el periodista Alberto Olmos en su blog Mala Fama.
Este recelo puede entenderse, en tanto residir en un lugar y no participar en lo colectivo puede acarrear consecuencias. Para hacernos una idea, pensemos, por ejemplo, en lo que ocurre en los humedales de Salburua cuando se abandona en ellos mascotas (tortugas, peces u otras especies exóticas) que alteran el ecosistema. Nos sirve dicho ejemplo porque, al fin y al cabo, un pueblo es un ecosistema, en el que todas las piezas encajan y tienen una función. Encajar está al alcance de todos los que en algún momento vamos al pueblo, dado que tenemos la opción de elegir no ser el hípster de la novela de Gascón. Basta con que optemos por interactuar y participar en la vida del pueblo con naturalidad. La tortuga-galápago de Florida no puede integrarse en el ecosistema de Salburua porque es tortuga-galápago y su naturaleza se lo impide. Pero el hípster sí puede.