ólo una cosa no hay: es el olvido...". Así iniciaba Jorge Luis Borges su poema Everness, que lanzaba luego unas rimas sobrecogedoras, "... y todo es una parte del diverso cristal de esa memoria, el universo". El genio porteño pretendía sobrevolar la realidad temporal para explicarnos que todo lo que ha ocurrido está ahí, plasmado en una especie de mural imborrable.
Horacio vive estos días inmerso en recuerdos. Ahí atrás ha quedado el cuadragésimo aniversario del 23-F, con los cuernos de Tejero y el fascismo asomando por encima de las cabezas de unos diputados arrodillados y temblorosos. Y dentro de unos días aparece el 3 de marzo, también con una cifra redonda de 45 años sufriendo la imposible cicatrización del hemofílico. "No hay extensión más grande que mi herida..." lloraba Miguel Hernández a su amigo Ramón Sitgé en aquella maravillosa Elegía. Y en Vitoria-Gasteiz no hay herida peor curada y saneada que los sucesos de aquel invierno del 76.
Los responsables de la masacre se han pavoneado durante décadas delante de las cámaras y las instituciones españolas con las manos manchadas de sangre. Ha tenido que llegar una jueza desde el otro lado del mundo, precisamente el país de Borges, para intentar imponer un mínimo de dignidad histórica.
Y casi medio siglo después, por fin las instituciones parecen otorgar un sentido a la causa de las víctimas, creando un centro Memorial en la simbólica parroquia de San Francisco. La iglesia católica, que en los 70 daba cobijo a los proletarios de la ciudad y amparaba la lucha obrera, ha abandonado el edificio y a la clase trabajadora, convirtiendo el icono del 3 de marzo en un patético almacén de belenes. Así les va.
Horacio asume que el fascismo y el recorte de las libertades siguen siendo la batalla principal hoy, y hay que recordar con admiración por ello a Bienvenido, Francisco, Romualdo, Pedro y José.