l viernes pasado fue un día entrañable. Serían las once de la mañana, hora poco taurina, cuando los Vegas hicimos nuestro particular paseíllo. Recorrimos el camino que transitábamos antaño, allá por los agostos, camino de la plaza. Íbamos sin puro en el bolsillo ni pañuelo al cuello, pero con similar incertidumbre, ¿Cómo saldría la faena? Llegamos a puertas del coso y derechitos a terrenos del 1. Tendido de sombra, de los caros. En vez de la entrada sacamos la tarjeta dorada y para allí que fuimos.

Mas de pronto, azares del destino, pasamos de espectadores a morlacos. Ocupamos el lugar correspondiente en los chiqueros y cuando nos llegó el turno saltamos al ruedo. Nos recibió una subalterna con unos lances de mascarilla con adornos de gel hidroalcohólico y sobria y eficaz nos condujo a terrenos de la maestra. Nos fijó en su jurisdicción y sin mucho aspaviento, en faena de poder a poder, montó su jeringuilla y ejecutó un volapié en todo lo alto de los que dejan sin cobrar al puntillero. Nos retiramos sin mulillas ni cascabeles a sentarnos en el desolladero mientras esperábamos los preceptivos veinte minutos para ver si el pinchazo había sido realmente efectivo o había que ir en busca del descabello. Tarde de fiesta, tarde grande, y un no parar de saltar reses al ruedo. Sólo faltaban los gaiteros y la banda. Como quiera que pasada la espera no hubo incidente reseñable, la presidencia sacó el pañuelo, recogimos las orejas, abandonamos la arena saludando y nos volvimos a casa. Por el camino recordamos la afición que hay por estos lares de escoger los lugares con humor. Porque vamos, lo de citar a tropel a la población vacunable en una plaza de toros tiene su aquel de risible, como lo de destinar un geriátrico para un gobierno, un museo para su presidente, una plaza de ganado para el basket, etc. Vamos que todo bien y humor que no falte.