os niños no mienten. Es una frase muy manida en la que pocos confían pero en la que yo creo a pies juntillas. Porque diariamente tengo ejemplos que lo atestiguan. Al menos, en la franja de edad que manejamos en casa, donde aún no hemos cumplido los cuatro. Si terminando de recoger la cocina oyes un zasca seguido de un llanto amargo, al segundo aparecerá por la puerta el miembro de la parejita con el orgullo dolido y el moflete colorao, relatando entre hipos lo ocurrido. Entonces, tras atender al lesionado, interrogarás al autor para intentar esclarecer lo ocurrido. Y no sólo confesará abiertamente la ejecución del cachete sino que, además, expondrá con detalle los motivos por los que lo ha hecho. Y (vaya por delante) siempre les dejamos claro que la violencia está injustificada e intentamos que no se convierta en una respuesta habitual... Pero es que él tenía razones de peso para usar el bofetón y recuperar el camión. También puedes encontrarte una raya de rotulador bien negra recorriendo las paredes del pasillo que hace media hora no estaba. Si preguntas, te dirán con orgullo que es una carretera para que los coches puedan circular por ella. Porque a la virtud de no mentir en la edad temprana, se le suma otra que es incluso más fascinante: la creatividad sin límites y las ganas de ser cada vez más autónomos. El otro día me ausenté un momento del baño nocturno mientras uno de los efectivos se pasaba por la tripa la manopla del Pollo Pepe cuando escuché: "¡Amatxo, me estoy jabonando!". Qué maravilla, cómo aprenden, pensé. Después escuché: "¡Amatxo, se ha acabado el jabón!". Al instante se me encendió la voz de alarma en el hemisferio izquierdo y cuando llegué al baño ya era demasiado tarde. Mi hijo había vaciado el frasco de gel de baño del Deliplus de litro en su bañerita del Ikea y me dijo orgullosísimo: "¡Mira qué limpio estoy!".