la presión y el miedo son inherentes al deporte. Las sienten igual los profesionales que los aficionados que juegan por amor al arte, pero los primeros tienen la mala suerte de sufrirlas ante la mirada de miles de personas. Y si sumamos el temor a calentar banquillo al más mínimo fallo, incluso jugadores experimentados en mil batallas pueden desvanecerse como un azucarillo. Ayer, el Caja Laboral resultó ser el mismo equipo falto de rabia y deseo ante la adversidad que tantas criticas se llevó el curso pasado. Renovado notablemente durante el verano en busca de un plantel acorde a las necesidades de su entrenador, las primeras jornadas de la ACB evidencian que, al menos por ahora, las piezas han cambiado, pero la enfermedad se mantiene. El CAI abrió la cicatriz la semana pasada, y fue un serio Valencia el encargado de hurgar en la herida. Cuando el partido lanzó un grito en busca de carácter, ningún jugador azulgrana respondió a la llamada.

La mañana se antojaba plácida en el Iradier Arena cuando los marcadores del pabellón -al menos aquellos que el sol permitía ver con facilidad- lucían un apabullante 21-4 en el minuto 6. Fue un espejismo. La defensa empezó a brillar por su ausencia en el bando vitoriano, mientras el Valencia de Paco Olmos empezaba a recuperarse paulatinamente de la mano de Markovic y Rafa Martínez. Curiosamente, el escolta catalán y el exbaskonista Florent Pietrus eran los únicos integrantes de la plantilla taronja que -hasta ayer- sabían lo que era ganar en Vitoria, pero la inexperiencia de la mayor parte de sus hombres no fue un problema para los valencianos a la hora de sacar pecho y sentirse capaces de dar la sorpresa. Un deseo del que los azulgranas carecieron.

Un simple vistazo a los rostros de Reggie Williams, Nemanja y Milko Bjelica o un Seraphin que se quedó en ocho minutos era suficiente para atisbar el desenlace que la mañana iba a traer consigo. Sus gestos denotaban la misma sensación, una mezcla entre el temor al fallo y el ansia por demostrar cuanto antes su valía. Un objetivo en el que, y esto no es ninguna novedad, la tendencia de Ivanovic a enviar a sus jugadores a la silla al más mínimo error tampoco ayuda demasiado. Para el montenegrino, fallo es, ha sido siempre, sinónimo de banquillo. Y no todos son capaces de asumir tan drástico peaje a las primeras de cambio.

mirza teletovic Los caminos de Ivanovic son inescrutables. Sólo él sabe por qué Williams, el hombre de la sonrisa eterna fuera de la cancha, contempló todo el último cuarto desde el banquillo tras completar en los quince minutos que dispuso su mejor actuación -13 puntos y un par de jugadas antológicas- desde que aterrizó en Vitoria, o por qué un hasta hace poco efervescente Seraphin se quedó en ocho minutos siendo el único pívot puro con el que cuenta ahora mismo. En su lugar, el técnico volvió a recurrir a Nemanja como cuatro. El serbio, que espera su primer hijo en las próximas semanas, fue incapaz de luchar de igual a igual con Lischuck, Caner-Medley y compañía. Su homónimo recién llegado tampoco. Así, huérfano de apoyo en la pintura, Teletovic -23 puntos y 8 rebotes- quedó de nuevo como la gran esperanza blanca par salvar los muebles. Pero no fue suficiente.