a lo largo de su dilatada carrera en la NBA fueron más los que destacaron su calidad humana, las dimensiones de su corazón, que las de su interminable figura. Fueron muchos los que aseguraban que, pese a su tamaño, ese cuerpo no podía contener un corazón de tales dimensiones, siempre preocupado por los sufrimientos que padecía su tribu en Sudán, por financiar a las guerrillas que trataban de liberar a sus paisanos de la opresión. Pero finalmente no fue un fallo cardiaco, sino hepático, lo que acabó con la vida de Manute Bol, un espigado y esmirriado africano que se convirtió en una leyenda de la NBA por ser, desde su debut en los 80, el jugador más alto que ha tomado parte en la competición.

La noticia del fallecimiento del antiguo pívot, entre otros, de los Golden State Warriors, los Washington Bullets o los Philadelphia 76ers, provocó gran consternación en el entorno de la NBA, todavía envuelto en la resaca de las finales que sirvieron a los Lakers para reeditar el título. Bol, seleccionado en el puesto 31 del draft de 1985, tuvo tiempo en sus once años de carrera para granjearse la amistad de muchos de sus rivales. Y eso pese a que se convirtió en una amenaza para los atacantes de cualquier equipo, hasta el punto de que todavía posee varios récords de tapones.

Ya en su temporada como rookie promedió 4,9 gorros por cita, algo que ningún otro novato ha podido igualar, pero que él siguió mejorando hasta rebasar los 5 de media y establecer marcas surrealistas como los 8 tapones en un cuarto (récord todavía vigente), los 11 en una mitad o los 15 en un partido, segundo mejor registro histórico.

Su nómina de víctimas se contabiliza por docenas, no así la de sus enemigos. Su eterna sonrisa mitigaba la impotencia del rival que sufría su infranqueable defensa. Una sonrisa remendada por los dentistas que se encargaron de rehacerle la dentadura que se destrozó la primera vez que intentó hacer un mate. Sucedió cuando apenas tenía 18 años, en la Universidad de Bridgeport (Connecticut), adonde llegó de la mano de un scouter que se desplazó hasta Sudán tras haber tenido noticias, a través de un primo de Manute que estudiaba en Estados Unidos, de la existencia de un adolescente del tamaño de una jirafa.

En realidad lo suyo era genético. Su tribu, los dinka, pasan por ser los habitantes con mayor altura media en el continente africano -su abuelo alcanzaba los 2,38 metros-, aunque también uno de los colectivos más hostigados por las dictaduras de un país, Sudán, inmerso en una interminable guerra civil. Su implicación en esa causa armada y sus desaveniencias con su esposa acabaron por convertirse en el desagüe por el que se esfumó la mayor parte de los ingresos que acumuló por sus contratos como jugador y sus muchos compromisos publicitarios.

Sus últimos años de vida los pasó solo en una casa prestada en los suburbios de Jartum, abandonado por su mujer y sus hijos y asediado por las deudas. Pese a todo, sus amigos acudieron al rescate en uno de sus peores momentos. Chris Mullin, Mitch Richmond y Tim Hardaway, ex compañeros en Golden State, organizaron un campus para ofrecer un respiro a Bol cuando estaba tocando fondo. Aun así, la enfermedad no le perdonó. Aquejado por el síndrome Stevens-Johnson, estuvo ingresado en un hospital de Virginia hasta que su corazón dejó de latir y su sonrisa se apagó para siempre.