barakaldo. Alfombra roja hacia la semifinal. El Caja Laboral protagonizó ayer el arranque soñado en su camino hacia la Séptima. Reservó a su icono Splitter para futuras citas más comprometidas, se desgastó lo mínimo posible en un partido plácido a más no poder y desterró casi por completo las dudas que flotaban en el ambiente acerca de su dubitativo estado. Fue un bloque enérgico, terrorífico desde el perímetro y, sobre todo, reconciliado con el buen juego en un torneo que le va como anillo al dedo y donde siempre irradia optimismo.

Entre su magnífico hacer y la manifiesta incapacidad del Bilbao Basket para oponer algo de oposición, emergió una de esas citas idílicas soñadas por cualquier profesional. Porque lo que se presuponía un derbi al filo de la navaja, algo así como una cuestión de supervivencia sin el gran capitán, degeneró en un paseo militar. La tropa de Ivanovic, convertida en una piña para hacer olvidar la mastodóntica figura del brasileño, superó sin aspavientos la prueba y aguó el sueño de un anfitrión hecho pedazos.

La tradición copera de este equipo invita nuevamente a soñar. No se sabe por qué, pero ejerce un embrujo fascinante. Hasta los aficionados jalean con más fuerza e insuflan un ánimo que no se respira en cada aparición en Zurbano. Restan aún por hollar las cimas más empinadas, pero pudieron atisbarse algunos síntomas inmejorables. Ante la tremenda fatalidad de no contar con su buque interior, otras piezas redoblaron los esfuerzos y se partieron la cara en el empeño.

Siendo ello previsible, lo que nadie barajaba era que los pupilos de Katsikaris dieran tantas facilidades y se vieran sepultados a las primeras de cambio. Con lo que cuesta a los modestos disputar una Copa, pareció mentira. Al Baskonia no le quedó otro remedio que preparar los cañones para multiplicar su dinamita desde el perímetro. Sustentado sólo por la boya de Barac en la pintura, tuvo suficiente. Enfrente, salvo la pujanza de Banic, se topó con un colectivo de fantasmas, encabezado por ese monumento a la desidia llamado Moiso.

El contundente correctivo, maquillado únicamente por los bilbaínos en las postrimerías, constituyó el premio a un brillante trabajo colectivo del que un hombre mereció, eso sí, una distinción con mayúsculas. No contaba en el verano y parecía un bulto sospechoso del que había que deshacerse como fuera, pero ahora contagia por su casta y enamora por su descomunal clase.

San Emeterio destapó el tarro de las esencias en un primer cuarto antológico que fulminó las esperanzas locales. Gracias a la alfombra roja tendida por un Mumbrú en el limbo, el cántabro personificó el ansia azulgrana para justificar su vitola de favorito. Al anfitrión le tocó remar contracorriente desde el salto inicial y eso suele ser la antesala de la defunción en duelos de esta estirpe.

de principio a fin En un improvisado Buesa Arena, donde sólo retumbaron los cánticos baskonistas y afloraron más que nunca las banderas azulgranas, el Caja Laboral asestó un zarpazo mortal de necesidad. Una perfecta inyección de moral para recobrar viejas sensaciones, degustar el placer de un baloncesto sobrio y autoconvencerse de sus infinitas posibilidades.

Sólo una pequeña pájara en el segundo cuarto alteró el plan trazado por Ivanovic. La entrada de piezas aún bastante desafinadas, léase Oleson y Herrmann, le hizo un flaco favor al engranaje colectivo. Tampoco acertó Marcelinho en ese tramo a rememorar sus días más gloriosos ni los pívots consiguieron cerrar la sangría del rebote. Daba igual, ya que el único botín para el Bilbao Basket resultó un tibio acercamiento hasta los cuatro puntos de desventaja (26-30).

Un parcial de 0-11 tras el intermedio disipó las últimas dudas. De ahí a la conclusión, sólo dio tiempo para la lenta agonía vizcaína, el regocijo de los seguidores alaveses ante sus vecinos y la implacable superioridad de un Baskonia que hoy tendrá un hueso más duro de roer. Con Splitter, su cotización se disparará.