Vitoria. La crónica de la final del Deportivo Alavés en Dortmund está bordada en oro con las hebras de las anécdotas que guardan en su zurrón los tipos que la hicieron posible. Uno de los héroes de aquella noche, quizá el héroe con mayúsculas, todavía se emociona cuando echa la vista atrás y paladea los recuerdos acumulados. Javi Moreno fue el hombre que se echó al equipo a las espaldas y propició el potente resurgir del Glorioso cuando se cernían negros nubarrones sobre el Westfalenstadion. Su mirada cristaliza cuando habla de aquellos tiempos, de un partido que jugó como si fuera el último, porque, con la camiseta albiazul, casi lo fue. Poco antes de aquella cita, el delantero recibió dos llamadas que cambiarían para siempre su vida. Una de ellas suponía un reconocimiento a su trayectoria en el Alavés. Uno de los clubes más poderosos del continente, el AC Milan, pretendía tirar la casa por la ventana para contratarlo. La segunda llamada, mucho más íntima, incluía la satisfactoria resolución de un test de embarazo. Pocas horas antes del encuentro más importante en la nonagenaria historia del Alavés, uno de sus puntales supo que se iba a estrenar como padre.
Ninguna de estas dos noticias alteró sin embargo el foco del goleador albiazul. Saltó al césped con hambre. Tenía muy claro que aquel iba a resultar un partido histórico, el clímax en el cuento de hadas de un equipo que surgió de la nada con la ambición de serlo todo. La historia, en cualquier caso, pudo haber seguido otro guion. Javi pudo incluso haberse perdido el partido. Una lesión en el brazo estuvo a punto de apartarlo de una cita en la que sus dos goles devolvieron la esperanza al alavesismo cuando la razón invitaba a prepararse para asumir el fracaso.
La escena se produjo en la consulta del todavía hoy médico del equipo Jesús Gaisán. Había hueso roto, pésima noticia. Nadie, salvo su cabezonería, podía librar a Javi Moreno de la escayola. Y con escayola, obviamente, no se puede jugar. El doctor Gaisán le transmitió la realidad que reflejaban las placas. Javi la rechazó: "Usted a mí no me escayola. Búsquese la vida, pero no me voy a perder la final. Haga lo que sea, pero una escayola no me va a poner. Yo quiero estar ahí. Tengo que estar ahí", le espetó el jugador valenciano. Al final, cómo no, el médico tuvo que ceder. Hizo algunas llamadas, halló una clínica especializada en estos temas y le consiguió una cédula con la que el delantero levantino podría disputar la final.
'Rompesiestas' Una vez solventada su pelea con el médico, a Moreno aún le aguardaban otros dos imprevistos que sortear, sobre todo para que su cabeza acompañase a su cuerpo cuando saltase al césped del Westfalenstadion. El primer cambio de planes le asaltó, unos días antes de la final, en A Coruña. El Alavés disputaba allí el último compromiso liguero antes de viajar a Dortmund. Su representante le llamó y le anunció lo que para cualquier futbolista habría supuesto la culminación a su carrera. "Me dijo que iba a firmar por el Milan, que estaba todo cerrado y que nos íbamos para allí", rememora. Javi reconoce que aquella llamada le generó "una ilusión especial", pero también que tenía tantas ganas de jugar aquel partido que no quiso pensar en eso hasta que terminara la final.
La segunda, la llamada de su mujer, le pilló en uno de los escasos momentos de relax que concedió a sus compañeros de expedición. "Karmona me echaba la bronca porque no les dejaba dormir la siesta. Yo estaba tan ansioso que salía por los pasillos gritando '¡vamos!' y hasta me tiraban cosas", recuerda, una década más tarde, desde la paz de su hogar. Lo cierto es que la llamada que lo iba a convertir en futuro padre sigue grabada palabra por palabra en su cabeza. Incluso las circunstancias que la rodearon: "Iba de paseo por los alrededores del hotel con mi gran amigo Óscar Téllez y recibí esa llamada que me dejó de piedra".
Con todo esto en el saco de las emociones y su habitual ansiedad, el mejunje de sensaciones con las que el ariete albiazul encaró la final ante el Liverpool resulta difícil de imaginar. "Cuando llegué al campo, salí al césped y me derrumbé. Veía a la afición del Alavés en las gradas y no pude evitar que se me saltaran las lágrimas. Estaba en el área yo solo y se me cayeron unos lagrimones por la emoción de todo lo que me estaba pasando", evoca. "Esas sensaciones no se pagan con dinero. Y me las comí yo solo, no se lo dije a nadie". Así entró en la final de Dortmund el hombre que le devolvió, siquiera por unos minutos, la fe a la hinchada del Alavés. Un delantero que la noche previa había soñado con marcarle más de un gol al equipo inglés. Un tipo que, aunque con cierto sabor agridulce, pudo cumplir sus sueños.