Marie Curie sostenía que la mejor vida no es la más duradera, sino aquella que está repleta de buenas acciones.

Viniendo de quien eligió no patentar sus valiosos y potencialmente lucrativos descubrimientos, es más que una frase hecha con la que decorar una taza. Tampoco resulta retórico afirmar que sacrificó su vida, de forma tristemente literal, en el altar del avance científico.

Se la llevó, a los 66 años, una anemia aplásica derivada de su prolongada exposición a la radiación. Paseándose, como solía, con muestras de los elementos con los que trabajaba en los bolsillos. Observando fascinada durante horas los destellos que, en la oscuridad de la noche, emitían los metales, como "tenues luces de hadas".

Los gestos de altruismo no eran nuevos para Maria Sklodowska, la pequeña de cinco hermanos, nacida en Polonia el 7 de noviembre de 1867.

En la Varsovia ocupada por el Imperio Ruso, las mujeres no tenían permitido ir a la Universidad; y el ilustrado pero tempranamente viudo y progresivamente empobrecido padre de familia tampoco podía permitirse enviar a sus hijas al extranjero. La joven Mania propuso un pacto a su hermana mayor: ella se quedaría a cargo de la familia y trabajando como institutriz para pagarle los estudios hasta que, licenciada y ya establecida, Bronia pudiera devolverle el favor.

Cuando, seis eternos años después, logró poner un pie en la Sorbona, sintió que no tenía un segundo que perder. Con una disciplina espartana, el té y el pan con mantequilla como único combustible y su modesta buhardilla en el Barrio Latino como único paisaje, se licenció en Física y Matemáticas con excelentes calificaciones.

Fue en su reducido entorno académico donde conoció a Pierre Curie, un tímido físico llamado a convertirse en su gran amor y "magnífico compañero". Se casaron en 1895, en una ceremonia laica, sin anillos y sin banquete. La novia, siempre pragmática, lucía un atípico y funcional vestido azul marino que luego reutilizó como uniforme de trabajo en el laboratorio. Inusual fue también el viaje de novios, descubriendo la campiña francesa a lomos de dos bicicletas que compraron con el dinero que habían recibido como regalo de boda.

Como el sólido equipo que formaban, Marie y Pierre compartieron un austero y gélido laboratorio en el que verían la luz, valga la oportuna expresión, el polonio y el radio. Sin embargo, a punto estuvo de quedar excluida del premio Nobel de Física que, en 1903, la Academia Sueca otorgó al matrimonio Curie y a Henri Becquerel por el descubrimiento de la radiactividad. Su condición de mujer llevó al jurado a deducir que su labor se limitaba a la de asistente de su marido.

"Sé menos curioso acerca de las personas y más curioso acerca de las ideas", defendía ella. Pero también peligró su segundo Nobel, de Química y obtenido en solitario en 1911, por una peregrina a la par que machista razón: cinco años después de la repentina y trágica muerte de Pierre, la seria y reservada Marie tuvo la osadía de volver a enamorarse; del físico Paul Langevin, un hombre separado, aunque legalmente casado, padre de familia y cinco años más joven que ella. Ya imaginarán sobre quién recayó la pública condena y el despiadado acoso, incluida la humillante publicación de sus cartas íntimas. Hasta la comunidad científica se permitió el lujo de dar temporal e injustamente la espalda a una de sus mentes más brillantes.

Marie Curie, extraordinaria y generosa científica, forzosa pionera de la conciliación, fue también una visionaria consciente de que "nuestra sociedad, en la que reina un áspero deseo de lujo y de riquezas, no comprende el valor de la ciencia, ni que ésta forma parte de su patrimonio espiritual más precioso, ni que es la base de todos los progresos que facilitan la vida y aligeran el sufrimiento". Reflexión tan triste y atinada como vigente.