En Rimini, que se asoma al balcón del Adriático, “nada es verdadero o falso, todo se imagina”. Eso solía decir Federico Fellini, el gran cineasta italiano, que comenzó a amar el cine en los pases de películas del Cine Fulgor. Allí, con los ojos abiertos, trepando por la ventana de la imaginación, quedó prendado de los sueños. Aquello alimentó su mundo onírico y un modo fascinante para contar historias a través del cine mientras dibujaba los carteles que anunciaban las películas. Fellini fue Rimini hasta cuando se trasladó a Roma. Siempre volvió porque en realidad nunca se fue. Rimini era para el Fellini “una dimensión de la memoria”, un no lugar que invocaba a su infancia y juventud, a las postales de sus recuerdos mojadas por el Adriático, aunque cuando regresaba a la ciudad, Fellini ocupaba la suite 316, su casa dentro de su hogar. Arnaud Démare, quién si no, ocupó el podio del día. La suite de la velocidad. Almeida, el la general, donde Pello Bilbao continúa tercero, a escasos 43 segundos del portugués.
La dolce vita que dibujó Fellini y que sublimaron Marcelo Mastroianni y Anita Ekberg en la Fontana de Trevi pertenece al genial universo del cineasta italiano. Un mundo donde se reflejaba lo onírico, el patetismo, la crueldad, la felicidad, la desolación, lo diferente, lo extravagante, la provocación, el humor, la farándula, lo mediterráneo... , y que permanece intacto en el imaginario colectivo. El ciclismo contienen varios de esos elementos. Al nido de Fellini arribó el Giro de Italia para homenajearle. Salió el sol para saludar su recuerdo después de dos días con la carrera agarrada de la pechera por la lluvia y el frío. La cálida luz del Adriático es un reclamo imbatible para los amantes de las discotecas y los clubes. Ocurre que en el octubre del coronavirus no hay nada que bailar, ni pista de baile que ocupar. Nadie mueve los hombros. Rimini está triste hasta que se pone rosa para festejar la vida a través del ciclismo. Los turistas llegan en bicis modernas, vistiendo prendas llamativas, a toda velocidad. Una carrera para ocupar la memoria y algún hotel en una ciudad que sin turistas es un mausoleo adornado con sombrillas de playas clavadas para nadie. Solo para la nostalgia de los tiempos felices.
Démare, sin rivales
Corre el Giro en una etapa para esprinters, del que se cae Elia Viviani, tan peleado con el mundo, que se pelea contra sí mismo. En una rotonda, al melancólico italiano le derribó una moto. Tuvo que pasar por el médico itinerante para que le radiografiara las heridas. Un mapa de rasponazos. Chapa y pintura. El dolor lo lleva dentro. Sander Armee, el superviviente de la fuga, quería impedir el debate de la velocidad en rectas eternas. Una pelea infinita sin demasiado sentido. El belga quería correr más de lo que podía. Pedaleaba con la cara a medida que perdía fuerza en las piernas. La mímica de la derrota. Los equipos de los velocistas se involucraron en la caza definitivamente y eso condeno el entusiasmo de Armee. La cadena de montaje de la velocidad devoró al belga, que no pudo bañarse en Rimini, donde hay sitio de sobra porque los turistas no están. El chapuzón en champán, en una ciudad que descubrió el turismo en el siglo XIX, lo disfrutó el burbujeante Démare, el hombre más veloz del Giro. El francés mantuvo intacto su estatus. Es imbatible. Ni el reconfortado Sagan que venció ayer, pudo con él en Rimini, donde los jerarcas de la carrera pasaron el día sin apuros y llegaron felices y relajados a la ciudad del deseo. Al francés, el fulgor de este Giro, le va de cine en Italia. La dolce vita de Démare.