En el próximo lunes se cumplirá el quinto aniversario del fallecimiento de la alavesa Valeriana Barajuen. Seguro que son pocas las personas que la recuerdan por ese nombre, pues todo el mundo conocía a aquella anciana, de ciento cinco años de edad, como sor Teresita. Su historia saltó a los periódicos cuando se descubrió, durante la visita del papa Benedicto XVI a España en 2011, que llevaba nada más y nada menos que 84 años enclaustrada en el mismo monasterio, lo que suponía un récord mundial que difícilmente podrá ser superado.
Nació el 16 de septiembre de 1907 en el pueblo de Foronda y allí transcurrieron los primeros años de su vida. Tuvo la suerte, pues no todos los niños tenían esa oportunidad, de estudiar en las escuelas del pueblo hasta los doce años, momento en el que decidió comenzar a trabajar para colaborar en la economía familiar. Como cualquier otra joven, una vez finalizaba sus obligaciones como criada, intentaba disfrutar de la vida, incluso, coqueteaba con tres muchachos del pueblo que la rondaban.
Pero todo cambió el día de su decimonoveno cumpleaños. Tras una discusión con su madre, su padre le planteó la posibilidad de ingresar en un convento consciente de que allí podría encontrar una vida mejor que la que el campo podría ofrecerle. Lo meditó durante un tiempo, y, finalmente, según sus propias palabras, le hizo una propuesta a Dios. “Si tú me das la vocación, yo te digo que sí”.
Es evidente que la vocación llegó, por lo que, tras pedir consejo a un sacerdote jesuita, optó por ingresar como novicia en el convento cisterciense de Buenafuente del Sistal, en Guadalajara. La elección vino dada por que, según ella misma decía, “sentía que me tenía que alejar de Álava. No porque tuviese problemas con la familia, sino porque con lo distraída que soy, lo que me faltaba era haberles tenido cerca. No sé qué hubiera sido de mi vida de oración con tanta distracción.”
El día 15 de abril, sobre las siete de la tarde, ella, Teresita, junto a su hermana Felisa y otra muchacha que también quería ingresar como novicia, montaron en el carro de su padre. Doce horas después llegaron a Madrid. Es fácil imaginar la cara de asombro de aquellas tres jóvenes, que apenas habían salido de su pueblo natal, cuando atravesaron la gran ciudad. Tras desayunar cerca de la Gran Vía, retomaron el viaje, llegando a su destino en la tarde del 16 de abril de 1927. Su padre, consciente del recóndito lugar en el que la dejaba, se despidió de ella diciendo “Si no fuera por el dinero, no te dejaba aquí”. Desde ese momento y hasta su fallecimiento, 86 años después, tan solo en dos ocasiones salió de aquel recinto.
La primera fue en 1936. Durante el transcurso de la Guerra Civil, Eugenio de la Peña Lorenzo, el médico que atendía la zona, tuvo conocimiento de que el ejército republicano tenía intención de tomar aquel convento, por lo que decidió dejarles una nota en el torno para avisarlas del peligro que corrían. Todas las monjas abandonaron el monasterio, excepto una de las religiosas que enferma de gravedad no podía moverse, y sor Teresita que se quedó para cuidarla.
Cuando los soldados llegaron con intención de quemar el lugar, sor Teresita salió a su encuentro para hablar con ellos. Poco ha transcendido de aquella conversación, pero, tras ella, los milicianos abandonaron el monasterio sin causar daño alguno, e incluso entregaron una bandera republicana a la monja para que pudiera ponerla en el campanario, de forma que si alguna otra patrulla pasase por las inmediaciones, pensara que ya estaba tomado y las dejaran tranquilas.
La segunda ocasión en la que la religiosa abandonó el convento, fue en agosto de 2011, cuando acudió a los actos con motivo de las jornadas mundiales de la juventud. Y lo hizo por recibir una invitación expresa de Benedicto XVI, quien deseaba conocerla en persona tras descubrir que él había nacido el mismo día en que sor Teresita ingresó en el monasterio.
En aquel momento contaba ya con 103 años, lo que no le impedía leer cuatro libros al mismo tiempo y navegar por Internet, pues, pese a los achaques lógicos de la edad, de lo único que se quejaba, era que las piernas le fallaban y “el oído lo tenía un poco duro”.
El 11 de junio de 2013, con la misma serenidad y humildad con la que había vivido, sor Teresita falleció en la cama de su celda. Su cuerpo fue expuesto en la capilla del convento y posteriormente enterrado en su cementerio, respondiendo a su deseo de no salir de aquellos muros en los que había decidido vivir.
A lo largo de su vida aquella monja, que había visto pasar por la silla de San Pedro nada más y nada menos que a diez Papas, vivió siempre con humildad, hasta el punto de que, cuando el último de ellos le hizo una pregunta, ella se limitó a responder “Yo no soy de dar consejos si no se me piden. No hablo por hablar. Si me preguntan, contesto, pero yo no me meto en la vida de nadie”.