Aveces, entre las crónicas que se escribían sobre la vida cotidiana de nuestra provincia, es posible encontrar muestras de la picardía de la que hacían gala los jóvenes alaveses. Aquellas bromas, en principio sin mala intención -aunque en ocasiones causaron más de un disgusto-, buscaban la complicidad de cuantas personas estuvieran dispuestas a colaborar. De entre todas ellas he elegido una que, durante muchos años, fue recordada como la broma de San Segismundo.
Corría la primavera de 1845 cuando dos conocidos bromistas de Vitoria, llamados Pedro Vicente Zabala y Silvestre Larrea, se encontraban charlando de sus cosas en Portal del Rey junto a la conocida como la casa del verdugo, en la esquina con Nueva Fuera.
Cerca de ellos multitud de aldeanos de los pueblos de los alrededores se afanaban en hacerse un lugar entre el intenso tráfico que abarrotaba la calle en dirección al mercado. Uno de aquellos campesinos intentaba, insistentemente y con cierto descaro, escuchar la conversación de los dos amigos, a pesar de que estos hicieron amago de alejarse para evitar aquella intromisión. Ante tal impertinencia, a uno de ellos se le ocurrió gastarle una broma, por lo que elevó la voz lo suficiente como para que pudiera escucharle aquel entrometido.
“¡Buen barullo se va a armar en cuanto se sepa lo del Cuerpo Santo!”, dijo Zabala. “Los que se alisten los primeros con sus carros hacen un buen negocio. Comida como de boda, tres duros por día de hoy y de mañana, todo por ir hasta Bolívar, y además la sotana que se les regala”, concluyó.
Lanzado el anzuelo, apenas unos instantes después, el pobre hombre picó en la treta, corriendo a intentar averiguar algo más sobre aquel supuesto negocio que se le presentaba. Los mozos le explicaron que, en el cercano pueblo de Bolívar, se custodiaban las reliquias de San Segismundo, y que éstas iban a ser trasladadas a la catedral de Santa María en medio de gran boato.
Para ello se estaban buscando doce carros, estando ellos dos al cargo de contratarlos pero, por desgracia, no eran capaces de localizar voluntarios, pese a la generosa remuneración que las autoridades ofrecían a los que colaborasen. El aldeano, seducido ante aquella oportunidad, se comprometió con los chavales a contratar a otras once personas, acordando quedar una hora después en ese mismo lugar.
Rápidamente, Larrea y Zabala intentaron implicar al jefe de los alguaciles, al que apodaban el mata-pastores, en su complot, pero éste se negó tajantemente a entrar en el juego. Eso sí, les garantizó no poner obstáculo alguno, pese a que uno de sus amigos se habría de disfrazar de alguacil para dar mayor circunspección a la broma.
Una vez dado aviso a todos los cómplices, los dos muchachos y el supuesto alguacil regresaron a Portal del Rey, donde el aldeano se encontraba ya al frente de una comitiva de doce carros con sus correspondientes conductores. Con gran seriedad les indicaron la dirección de una sastrería a la que debían dirigirse con el fin de que les tomaran medidas para las sotanas. Para aquel entonces la noticia había corrido de boca en boca, y muchos otros carreteros se habían sumado al séquito con la esperanza de poder optar a participar en el traslado.
Al llegar a la sastrería les recibió otro de los amigos, que se hizo pasar por sastre, indicando que le habían encargado que elaborara doce túnicas, para lo que necesitaba tomar medidas a los afortunados. Aquellos pobres hombres, ignorantes de la forma en que trabajan los sastres, permitieron que les sometieran a cuantas torturas imaginaron los bromistas, con el pretexto de ser imprescindibles para la elaboración de dichas prendas.
Después, y mientras supuestamente se elaboraban las ropas, les llevaron hasta el Parador de Larrea. Para entonces, se agolpaba a su alrededor una gran muchedumbre, corriendo entre todos ellos todo tipo de rumores sobre el traslado de los huesos del santo.
Entre los implicados en la broma se encontraba también una de las camareras del parador, que acompañó al aldeano al lujoso comedor para enseñárselo, haciendo una descripción del menú que se les iba a servir. Puesto que aun tardaría una media hora en estar lista la comida, el hombre salió, describiendo con todo lujo de detalles al resto de carreteros la opípara comida que les esperaba.
Para aquel entonces los bromistas habían desaparecido. El tiempo pasaba y nadie llamaba a los impacientes aldeanos a comer, por lo que, finalmente, cuatro de ellos subieron de nuevo al comedor, donde les indicaron que allí nadie había abonado ninguna cantidad ni encargado comida alguna.
Las sospechas empezaron a surgir entre ellos, y no tardaron en comenzar una retahíla de insultos hacia el lugareño, el cual, si no hubiese sido por los curiosos que les acompañaban, habría acabado linchado por los carreteros a los que había convocado para que le ayudasen en la tarea.
Traslado real en 1949 Pero aquel traslado de los restos imaginario se hizo realidad en 1949, cuando al amparo una procesión con más de cuatro mil personas, las reliquias de San Segismundo se llevaron desde la iglesia de Bolívar a la del cercano pueblo de Gámiz, donde se custodian desde entonces. Sobre la reja que protege el arca hay una placa en la que se puede leer Aquí yace el sagrado cuerpo del glorioso San Segismundo. Mártir. Rey de Borgoña.
Pero algunos de los más ancianos de la zona cuentan que no todos los huesos se trasladaron. En la reubicación también se llevó a la sacristía de Gámiz un tubo de plata en cuyo interior se guardaba uno de los huesos del santo y que se utilizaba para beber agua, pues se creía que así sanarían las personas afectadas por las fiebres.
Temerosos de perder el auxilio de aquel remedio, la noche anterior al traslado no se sabe quién sustrajo una de las falanges y la introdujo en el caño de una fuente, haciendo que, a partir de entonces, sus aguas se tornaran milagrosas.correo@juliocorral.net