AEndika nunca se le ocurre hablar del tiempo cuando, al entrar en el ascensor, coincide con un vecino. Le preguntará, en cambio, dónde aparcó el coche, de qué marca es o cómo se llama su jefe. Amets, al recibir una caricia en el pelo de un profesor bienintencionado, estallará. Sin palabras. Casi nunca las usa, salvo que, quizá, se sienta tan triste que acabe diciéndose a sí mismo “llora si quieres”. Liher también se revuelve con vehemencia si algo desbarató su cosmos de emociones, pero a lo sumo se expresará con gestos. El día que le arrancan un sí o un no ya es mucho. Y Jon, listo a rabiar, difícilmente callará. En un paseo por la calle, es habitual que se enrede en intensos monólogos, sobre todo a costa de Star Wars, pero si le replican puede que no sepa cómo reaccionar. No entiende los dobles sentidos ni los formulismos sociales. Los cuatro son vitorianos con trastornos del espectro del autismo. Tan parecidos en lo básico, tan distintos entre sí. Tan diferentes al mundo convencional.

Sus familias son los que mejor los entienden. O los que más se afanan por lograrlo. Todavía queda mucho, demasiado, para que las instituciones públicas, el sector privado y la sociedad procuren la integración, la educativa, la laboral, la ociosa, toda, desde la infancia hasta la ancianidad, de esas personas que tienen otras formas de pensar y de sentir. Y queda mucho, demasiado, porque no saben, o no quieren saber, que esas personas poseen capacidades, a su manera pero sí, y que desean desarrollarlas porque merecen un proyecto de vida. Que no vale con crear aulas estables para ellas y echarse a dormir cuando llegan a la edad adulta, lanzar mensajes solidarios en una efeméride como la de hoy, el Día Mundial sobre la Concienciación del Autismo o, peor aún, tratarles con paternalismo. “Hace falta mucho más”, dirá varias veces a lo largo de la conversación Jon Kortabarria, el padre de Liher, aunque en su caso sólo sea para que su chaval de 29 años “mantenga, cuando nosotros ya no estemos, el bienestar emocional”.

El encuentro en la sede de Autismo Araba arranca a las seis de la tarde. No terminará hasta hora y media después. Se empezó hablando con el presidente de la asociación, Iñigo Recio, para aclarar qué es el autismo. “Se trata de un trastorno neurológico que se caracteriza por peculiaridades en la interacción social, dificultades en la comunicación y tendencia a rutinas y comportamientos repetitivos. Pero hablamos del espectro de autismo porque el grado de afectación es muy diverso y, aunque se cumplan estas premisas, hay un autismo diferente por cada persona”, explica. Su evolución también varía de un caso a otro y “es difícil presagiar a dónde llegarán”. Muchas veces trastocan las expectativas médicas. Son como cajas llenas de sorpresas que, gracias al autoaprendizaje, el amor y el esfuerzo de sus familias, van destapándose.

“Amets ha aprendido a vestirse, se comunica para pedir lo que necesita y alguna vez expresa emociones. Se refiere a él mismo en segunda persona. De pronto se dice estás triste. Ha ido progresando, pero la batalla es permanente”. Habla su madre de acogida, Ana Isabel Escudero, una mujer que “llevaba dentro” la necesidad de ayudar a familias con dificultades, y no supo decir no a ese chavalín “que puede explotar de golpe y pegar, porque es su manera de reaccionar ante conductas que no entiende, no porque tenga intención de hacer daño”. Por suerte, desde que lo trasladó a un aula estable con alumnado con discapacidades en un colegio convencional, la actitud mejoró. “Está muy a gusto, verse integrado de una forma normalizada le llena”, subraya, “pero aún estamos lejos de lograr una verdadera inclusión”. Su mayor pega ahora tiene que ver con el ocio. “Con diez años no lo puedo llevar a la ludoteca. ¿Y cuál es la alternativa?”, inquiere.

No la hay. Aún no. “Incluso a nivel educativo queda mucho por hacer, y eso que se ha dado un salto brutal”, señala Kortabarria, el padre de Liher. Su hijo se desarrolló perfectamente hasta los tres años y, en apenas dos meses, entró en una regresión de todas sus habilidades. Sucedió cuando “no había nada, ni formación ni recursos, que son las herramientas clave para estimular la evolución”. Recuerda que en Primaria a su hijo lo ponían a hacer fichas y, cuando llegaba a casa, “estaba estresado y se meaba encima”. Las crisis cesaron con el salto a Secundaria. Entró en un aula estable, una de las primeras de Vitoria, en un colegio que supo implicarse. “Cuando dijo Ana que Amets al fin está a gusto, me he sentido identificado. Eso es para nosotros lo fundamental, porque sé que nunca se integrará en el mercado laboral”. Su discurso es conformista para sí, pero reivindicativo en general. “La gente se pone una venda y no ve. Estas personas pueden ofrecer mucho y lo que hace falta es crear un mundo de diferentes, pero parece que el autismo se cura a los 18 porque deja de existir para el sector público y privado”, reprocha.

Alberto Iglesias y su mujer Francis quieren creer que ese horizonte cambiará. “Es como cuando te dicen lo que tu hijo tiene. Te dibujan un agujero negro y luego descubres que no, que son distintas tonalidades”. A Jon, su chaval adolescente, le encantan los videojuegos y la informática, es inteligente y le martiriza saberse “el rarito” de clase. Es consciente de su Asperger. “Por un lado están los padres que se frustran porque no saben qué les pasa a sus hijos, por qué andan revueltos o están tristes, pues no se pueden comunicar”, dicen, mientras Kortabarria asiente, “pero luego están los chavales que pueden y que te transmiten su frustración, y eso también es duro”. No obstante, esta familia es positiva a manos llenas. “Creemos muchísimo en Jon, con sus conductas poco convencionales, y pensamos que un día aprovecharán sus, llamémoslas, obsesiones positivamente”, sostienen.

Por eso, cuando Ander González confiesa que a veces ha soñado con “reconducir las preguntas impertinentes” de su hijo porque está cansado de dar explicaciones a la gente, Alberto le anima a “relajarse, a no reprimirle, a hacerlo sólo si te las piden”. Endika tiene ya quince años y fue con cinco cuando llegó el diagnóstico. “Tenía estereotipias, movimientos y frases repetitivos. Estaba encerrado en su mundo, pero los médicos nos decían que cuando volvía a este planeta tenía capacidad para aprender cosas”, rememora su padre. Acertaron. Lee, escribe y, aunque su lenguaje no es tan rico como el de un chaval de su edad, “habla por los codos, y eso que dicen que los autistas no se quieren comunicar”. Es uno de los falsos mitos que envuelven este trastorno para hacerlo místico o para estigmatizarlo. “Pero ni son súper héroes ni incapacitados ni asociales ni enfermos... Sólo personas con capacidades diferentes”, concluye Iñigo.