Tienen la mala suerte de haber nacido con pene, dicen. Que esa circunstancia los convierte directamente en presuntos culpables de cualquier acusación por violencia de género, en víctimas de una sociedad injusta, tanto o más que las mujeres que sufren agresiones e insultos, que son violadas o asesinadas por sus parejas o sus ex, por tipos que las deseaban y no las podían tener. Por eso han formado su propio ejército en la lucha contra la violencia de género. No para combatirla. Para cuestionarla. A su juicio, la mayoría de la sociedad comete el error de preocuparse por ellas y demonizarlos a ellos, de sólo fijarse en una parte de las estadísticas, las que, por ejemplo, desvelan que Vitoria ha registrado este año más de 112 denuncias por malos tratos y que las agresiones sexistas en la ciudad se están disparando entre la gente joven, que desde 2012 casi 200 mujeres han sido aniquiladas en España por el simple hecho de tener vagina y que no pasa una sola semana sin que la lista sume un nuevo último suspiro. Nadie piensa en cómo se sienten ellos. En su desamparo. En su discriminación. Pobres desgraciados.
La violencia de género es una lacra tan despiadada y vergonzosamente real que cada vez más hombres, con la complicidad de alguna que otra representante desorientada del sexo femenino, intentan darle la vuelta a la tortilla para buscar en los restos pegados de la sartén todas las excepciones posibles que desbaraten la regla. En vez de reaccionar con asco ante un nuevo episodio, advierten de la abundante existencia de denuncias falsas cuestionando que sean el 0,01% del total, recuerdan que hay más accidentes de tráfico que casos de malos tratos a mujeres y nadie crea normativas tan inflexibles para reducirlos, hacen reglas de tres para demostrar que la mayoría de la población masculina se porta bien o recurren a estudios que dicen que ellas son las instigadoras. Luego vuelcan sus teorías en artículos que pueblan ya todo Internet y crean plataformas para hacer más fuerte su posición. Y aprovechan fechas señaladas para entrar en liza.
Hoy es una de ellas. Es 25 de noviembre, Día Mundial de la Lucha contra la Violencia de Género. Sólo el nombre ya les disgusta. Estos hombres y mujeres se ponen exquisitos con la metalingüística y exigen referirse al maltrato a las mujeres como violencia doméstica, cosas de casa. Al parecer, más de veinte estudios norteamericanos concluyen que los dos sexos nos vejamos física y verbalmente en proporciones similares, que empezamos nosotras y que rara vez atacamos para defendernos. Y siempre aluden a esos informes para desbaratar todas las estadísticas y los trabajos de campo de la Organización Mundial de la Salud, las Naciones Unidas y un sinfín de gobiernos nacionales, autonómicos y locales de medio mundo.
El ejército que lucha contra la violencia de género para desacreditarla se queja de que no seamos capaces de ver el dolor masculino como una cuestión clave en todo este asunto, mientras se pregunta por qué un “que te follen” mañana, tarde y noche se considera vejación. Es la estrategia del mártir. Sucia, pueril y fácilmente rebatible. Pero está funcionando. A la vez que han aumentado los casos de agresiones a mujeres, mortales o no, se han hecho más fuertes los mitos que relativizan esta lacra. El último estudio del Gobierno Vasco sobre las percepciones y opiniones que la población tiene sobre la violencia de género, que tanto revuelo ha causado desde que se dio a conocer este lunes, es la prueba. Cuatro de cada diez vascos piensan que hay mucha denuncia falsa, creencia que en 2012 sólo compartía el 25%, y tres de cada cinco consideran que la mayoría de palizas se dan en momentos de estrés o pérdidas de control momentáneas, un “se me fue de las manos” que les exonera de culpa. Sin querer, aunque sea queriendo.
Sí ha bajado el porcentaje de vascos que cree que el comportamiento de la mujer es el que provoca el maltrato. En 2012 era un 19% y ahora un 14%. Pero los hombres mártires que aún no han descubierto el significado de la empatía -y sus socias- siguen intentando desplazar la carga de la culpa de ellos a ellas y responsabilizarlas de lo que les sucede, ya sea porque algunas de sus características personales supuestamente constituyen un “polo tractor de la violencia” o porque “consienten o solicitan” esa violencia. Y si no funcionan esos argumentos, buscan otros. En los ochenta, se difundieron masivamente estereotipos negativos sobre las chicas trabajadoras e independientes y el ataque al feminismo fue feroz, básicamente debido a los avances vividos en la década anterior en materia de igualdad y a la presencia de las mujeres en la vida pública. Ahora, treinta años después, está pasando algo diferente pero igual.
Lo llaman posmachismo. Una nueva corriente de hombres que, en lugar de atacar el empoderamiento del sexo femenino, utilizan instrumentos similares a los de las feministas para fundamentar su posición dominante. La actitud ya no es la de imponer sus argumentos por la fuerza -eso lo hacen unos pocos, que es lo que les gusta subrayar-, sino con naturalidad. Se trata de integrar actitudes machistas en el flujo discursivo habitual. Casi imperceptibles, casi normalizadas. Hábiles maniobras de dominio que, sin ser muy notables, restringen el poder personal, la autonomía y el equilibrio psíquico de las mujeres. Abusos de los que la mayoría de veces no somos conscientes, ni los hombres que no los practican ni nosotras.
El machismo verbal es la mejor prueba, presente incluso entre los dirigentes políticos. Hoy aluden a las tetas gordas de Blanca Alcántara, los morritos de Leire Pajín o el chochito de oro de Soraya Sáenz de Santa María para cuestionar su trabajo, mañana piden disculpas y al siguiente aprueban una declaración institucional a favor de la igualdad y en contra de la violencia de género, mientras otra mujer vuelve a ser vejada, golpeada o asesinada. Pero, bueno, “en España hay más de mil violaciones al año, una más...”.