Cuando la catástrofe mostró la patita por debajo de la puerta de Europa, al fin empezó a existir. Ahora, el drama humano que arrastra su aliento desde Siria, Irak y Afganistán irrumpe un día tras otro en los medios de comunicación. Siempre hay algo nuevo que contar. Siempre malas noticias. Ayer, Alemania ponía fin al gesto de puertas abiertas para reintroducir los controles fronterizos con Austria. La primera potencia económica europea, el país al que muchos exiliados aspiran a llegar, cambiaba de posición al sentirse saturada. Como piezas de dominó, Austria seguía sus pasos, con una vigilancia más estricta y el despliegue de 2.200 efectivos del Ejército en la muga con Hungría. Y Hungría terminaba de levantar su segunda valla, a un sólo día de poder empezar a detener refugiados por ley, mientras la UE volvía a fracasar en su intento de pactar el controvertido proyecto para distribuir a 120.000 personas entre los países miembros. Una vez más, los veintiocho mostraban discrepancias con las cuotas, incapaces de “ordenar” con la frialdad de las matemáticas a quienes llegan de tan lejos, en masa, hambrientos, asustados, desorientados, sin más equipaje que la esperanza.

Pero la solidaridad, ese término que las altas instancias siguen utilizando hasta el abuso más sonrojante, parece que todavía no se ha desvirtuado allí donde se guisan las pequeñas políticas. Sin esperar a que el reparto haya quedado aprobado, Vitoria -con su provincia- ha sido uno de esos pequeños puntos de esta parte del mundo que no ha tenido dudas en abrir los brazos. El Ayuntamiento forma ya parte de la red de ciudades-refugio gracias al acuerdo de todas sus fuerzas y, calculando que podrían ser diez las familias a las que podría acoger, ha empezado a elaborar un plan de asistencia en coordinación con organizaciones con experiencia en integración y convivencia. Entre ellas, Cáritas. El brazo social de la diócesis de Vitoria ha decidido formar parte activa del engranaje de respuesta al grito de auxilio de los exiliados, como lo hizo en los noventa durante la Guerra de los Balcanes, con su participación en las labores de acogida de bosnios y de albanokosovares. Es una cuestión de “sentido humanitario y de coherencia evangélica”, apostilló ayer el obispo, Miguel José Asurmendi.

Y los recelos dan igual, esa reacción que a priori nace en algunos ciudadanos por lo desconocido, por la miseria. Como si se tratara de una respuesta a las declaraciones hace unos días del exalcalde de Gasteiz, Javier Maroto, que conminó a anteponer medidas de seguridad a cualquier gesto fraterno porque entre los refugiados “hay sirios que vienen a poner bombas”, Asurmendi defendió la grandeza de la hermandad universal. Y lo hizo recordando una reflexión reciente del Papa Francisco. “Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo (...) Están llenas de espacios que conectan, relacionan y favorecen el reconocimiento del otro”. Una forma de entender la vida en comunidad que precisamente el nuevo Ayuntamiento de Vitoria ha querido hacer suya, tratando de dejar atrás aquella época en la que hubo quienes utilizaron la confrontación con las personas inmigrantes como un arma electoralista.

La teoría, en cualquier caso, debe ir refrendada con hechos. Y eso es lo que el obispo espera de los fieles. Una actitud proactiva, de la que también habló el Papa Francisco. “Ante la tragedia de decenas de miles de refugiados que huyen de la muerte por la guerra y el hambre y están en camino hacia una esperanza de vida, el Evangelio nos llama a ser prójimos de los más pequeños y abandonados. A darles una esperanza concreta. No vale decir sólo: ¡Ánimo, paciencia! La esperanza cristiana es combativa con la tenacidad de quien va hacia una meta segura”, dijo hace poco. Y bueno, parece que en Vitoria, con o sin fe católica, ya hay quienes han dado muestras de su altruismo. Asurmendi informó de que Cáritas está canalizando “ofrecimientos que están surgiendo en la comunidad diocesana”. Propuestas para abrir la puerta de casa a las personas refugiadas que se suman a las que otros ciudadanos han hecho a través del propio Ayuntamiento.

A partir de ahí, no obstante, el obispo es de los que piensa que las cosas hay que hacerlas muy bien, con los cimientos perfectamente colocados. En un discurso, en eso sí, más parecido al del PP gasteiztarra, advirtió de que la complejidad de la situación exige “respuestas y soluciones que no se pueden improvisar y que se han de realizar con responsabilidad y visión de futuro”. En juego están la dignidad e integridad de quienes han huido del estruendo de las bombas, familias rotas llevadas al límite. “Por encima de todo, hemos de proporcionarles una acogida acorde a su dignidad personal y sus necesidades concretas”, insistió Asurmendi. De manera “urgente”, porque “es una emergencia”, pero “adecuadamente”.

Y en ésas está el Ayuntamiento de Vitoria y la Diputación alavesa, que ya activó su fondo de emergencia social para proporcionar cobertura a todos los municipios del territorio que quieran acoger a personas refugiadas. Es, en realidad, el único grano que pueden aportar en una montaña cuya cima jamás podrán escalar. Arriba es donde están los responsables de la masacre y de la desatención, los que expulsan y los que no reciben, los que inventan un estado y los que creen que el proyecto europeo corre el peligro de irse pique, los que matan y los que dejan morir. “Pero urge reflexionar y tomar activa conciencia de las causas que están generando esta situación”, apostilló Asurmendi, “y hace falta además de ayuda un compromiso por generar relaciones y estructuras acordes con los derechos humanos de todas las personas”.