Las ciudades las planifican las administraciones. Las buenas las hacen los mejores ciudadanos. Y Vitoria ha logrado ser verde por fuera porque muchos de sus habitantes, cada vez más, lo son por dentro. Gente que se preocupa por proteger su entorno y por enriquecerlo. Que adopta hábitos saludables porque cree en lo que hace. Que quiere seguir mejorando en su particular desafío. Que, si espera algo a cambio, es que otras personas se conciencien de la necesidad de subirse al mismo carro. Gente como Aitor Hernández, Juan José Pinedo, Begoña Fernández y Aida Rebollo. Hombres y mujeres que, desde casa, con la complicidad de los suyos, han asumido un compromiso green innegable. Por eso han recibido los Premios Convivencia 2015 de la Fundación San Prudencio. Galardones que llegaron sin ser buscados, porque sus prácticas venían de antes. Así, por orden de presentación: introducir una batería de pequeños cambios en todos los niveles para cambiar grandes cosas; convertir la bicicleta en el medio de transporte de todos los miembros del clan; poner en marcha un huerto comunitario para cultivar las relaciones vecinales en el Casco; y crear un indicador de sostenibilidad familiar, dividido por tipos de impacto, para tener una percepción ilustrativa de sus consecuencias y remediarlas. Hablamos con tres de ellos.
Cómo decirlo. Lo extraordinario del día a día de Aitor Hernández es que nada de lo que hace es tremendamente insólito -bueno, algunas cosas un poco-, pero el conjunto de esos gestos, algunos pequeños, otros más afanosos, forman una filosofía de vida capaz de cambiar el mundo. “Se trata sólo de concienciarse y de dar el paso. Al final, es tan fácil no hacerlo como hacerlo. Y no sólo es beneficioso en general. También para uno mismo, porque con muchas de esas medidas se ahorra”, sostiene. La humildad es otra de sus señas de identidad. Tal vez deba de ir unida. No creerse más que nadie para respetar a todos. Y respetarlo todo. Para amar lo que se tiene y cuidarlo. Máxima que aplica a cada nivel doméstico de su existencia, dentro de casa, en la calle, al comprar y hasta con el pienso del perro.
Así que el premio a la práctica más sostenible ha sido para él. No podía ser de otra forma. En el hogar, adopta medidas responsables que requieren “pocas molestias”. Cuando abre el grifo de la ducha, hasta que sale el agua caliente, aprovecha la fría colocando debajo un cubo. “De esa forma la puedo utilizar para regar”, explica. En la cocina, guarda el aceite usado. Su compañía eléctrica es una cooperativa local que comercializa energía renovable cien por cien. También usa un vermicompostador para, en vez de reciclar la materia orgánica, transformarla en abono. Lo utiliza para sus cajas de frutas y también fue con el que plantó unas flores en el alcorque que hay a los pies de su casa. La calle es un apéndice de su espíritu sostenible. En Dolores Ibarruri, los días 10, 20 y 30 de cada mes, coloca un recipiente para que los vecinos depositen los tapones de las botellas y luego los lleva a Jundiz. Por la ciudad, se desplaza en bicicleta o en coche compartido. Y al llenar la cesta, compra jabones ecológicos y adquiere productos básicos en la despensa solidaria de Berakah, “porque ese dinero que gastas revierte en bonos-descuento para las personas más necesitadas”.
Por ir terminando, y aun así quedarán acciones fuera de la lista, Aitor se lleva al trabajo el bocadillo en una bolsa de tela y plástico reutilizable y una botella metálica para rellenarla con agua. “¿Para qué vas a usar papel de aluminio o comprar un botellín de plástico, si además cuestan más dinero?”. Es el argumento ideal para el que piensa en el bolsillo, aunque él siempre va más allá. Con la naturalidad que le caracteriza, nos cuenta que está inscrito en una página en Internet, teaming, para ayudar a niños con problemas cardiacos. Quien quiera colaborar sólo ha de poner un euro al mes y así se financian proyectos. El suyo, una sala de juegos para los pequeños que van a ser operados en los hospitales de Vitoria. Sin palabras.
No todo el mundo puede ser un Aitor Hernández, pero sí es posible volcarse en un objetivo concreto para contribuir a la construcción de una ciudad más amable. Y así es como Juan José Pinedo decidió en 2013 “introducir muy en serio la bicicleta en toda la familia”. Desde entonces, el gasto del coche se ha reducido de 10.000 euros al año a 5.000. Una ventaja económica incuestionable, aunque ésa jamás fue su principal motivación. Su espíritu medioambientalmente responsable venía de serie y le resultaba impensable no aprovechar las oportunidades que Vitoria le brindaba, con esa orografía tan amable para el pedaleo y la creciente mejora de la infraestructura ciclista, para incorporar a los suyos al movimiento más sostenible. Y así ahora, los cuatro, padre, madre, hijo de cinco años y niña de uno, cuando salen de su casa en Zabalgana lo hacen en pelotón. Los dos adultos y Amets en bici, que el chaval tiene autonomía bicicletera desde hace dos veranos, y la txiki en sillita o remolque. Salvo que “caigan chuzos de punta”, siempre. La mejor foto posible.
Incluso ahora que Juan José se ha roto un brazo en una de sus incursiones de escalada, cuando ha de moverse por la ciudad con su hijo, éste lo sigue haciendo en bici. “Va tranquilo y me espera en los semáforos. De hecho, le hemos enseñado a respetarlos y sabe cuándo no debe cruzar la carretera”, afirma. Y ahí está la principal grandeza del empeño de Juan José, en que está inculcando hábitos cívicos a esas nuevas generaciones que son como esponjas. “Hay que educarles desde que son pequeños y ésta es una buena forma”, afirma. Por eso, insiste en mandar un mensaje a todas las familias gasteiztarras. “Les animo a subirse a la bicicleta. Es una alternativa cómoda, es rápida, es buena y las conexiones cada vez son mejores”, afirma. La única objeción, de ponerla, estaría en los conflictos que todavía existen entre los distintos medios de transporte. “En los últimos años Vitoria ha mejorado mucho y cada vez es más práctico y seguro pedalear, pero aún no está al nivel de países como Holanda o Francia y se dan algunos problemas”, reconoce. Hace poco, sufrió uno de ésos. “Me pitaron por ir por Badaia con el crío y me llamaron irresponsable, aunque hay un gran letrero de 30 y un dibujo de una bicicleta en la calzada que nos dan prioridad”, cuenta. Su reacción fue la mejor respuesta. Seguir pedaleando.
Un amigo de la familia, Javier Guerrero, autor de libros ecológicos, le animó a plantar tomates en el balconcito de casa. Era de justicia aprovechar el amable reguero de sol que lo baña cada vez que el cielo amanece despejado. Begoña probó, quedó encantada y quiso más. Hacía tiempo que le tenía echado el ojo al callejón trasero del edificio donde vive, inutilizado, sin más visita que el manguerazo municipal cada seis meses, y se preguntó si no podría convertirse en un huerto comunitario. Recibía luz abundante y agua gracias a que allí cae el vierteaguas del centro de atención al visitante de la Catedral Vieja. Habló con los vecinos y los comercios del inmueble. Dos viviendas más y el negocio de cerámicas se animaron. Y contactaron con el Ayuntamiento, propietario del espacio. No hubo pegas. A los dos meses del inicio del proceso, tenían la llave de acceso y un convenio que regulaba las relaciones entre ambas partes. Y se pusieron manos a la obra para adecentar el espacio. Aprendiendo, unidos, sobre la marcha. Descubriendo un mundo nuevo y descubriéndose, al fin, los unos a los otros.
Un año después, el huerto de la calle Txikita se ha convertido en un lugar de reunión donde “se cultivan las relaciones vecinales” mientras la gente siembra, riega y recoge. Hay unos tomates “maravillosos”, pimientos, calabacines, berenjenas, hierbas aromáticas y medicinales, resultado de una apasionada labor que ha dado frutos con la práctica. “Empezamos en julio, en pleno verano, que no es una buena época. Y nada más salir los primeros brotes nos cayó una granizada horrible. Pensamos que perderíamos todo. Pero bajó mi marido con Maite, una vecina, se pusieron a recoger agua como locos y encima llenamos los depósitos para una buena temporada”, recuerda Begoña. Eso sí, “el autoabastecimiento está muy lejos de nuestro objetivo”. De lo que se trata es de disfrutar de la oportunidad de habitar en auténtica comunidad. De disponer de “un sitio vivo, no sólo para las plantas, sino para la gente”.