Han registrado y catalogado 126 carnavales alaveses, pero la mayor parte acabó desapareciendo durante la Guerra Civil y el franquismo.

-Sí, casi todos desaparecieron, aunque hay alguna excepción que incluso en periodo de guerra y durante el franquismo se siguió celebrando. Está el caso de Kuartango, que es muy especial, donde para poder seguir celebrando el carnaval lo que hicieron fue juntarlo y enmascararlo con Santa Águeda, celebrando Santa Águeda pidiendo por las casas pero con disfraces. De esta forma la celebración era más aceptada por la Iglesia. Con el tiempo también se perdió hasta que se recuperó en 2004.

En las ciudades el carnaval ha sido siempre fiesta y desfase, pero en los pueblos es ritos y tradición.

-En el carnaval urbano se da importancia a la vistosidad, a hacer algo que sea espectacular para que acuda mucha gente. En cambio el carnaval rural era un rito que se hacía año tras año para dar fin a la temporada de invierno y pasar a la primavera. El invierno se dejaba atrás, la matanza del cerdo había sido en noviembre y comenzaban a escasear las oportunidades de poder celebrar un banquete y darse un buen homenaje.

¿Eran muy similares las celebraciones que se hacían en los distintos puntos de Álava?

-En todo el territorio tenían muchas similitudes, por eso podemos hablar de los carnavales rurales de Álava, en conjunto, aunque luego cada pueblo dice que el suyo es especial, obviamente. Sí que hay, por ejemplo, personajes que surgían sólo en algún pueblo.

Markitos en Zalduondo, Toribio en Campezo, Porretero en Salcedo...

-En cada pueblo tenían su propio chivo expiatorio al que culpar, que era una manera de hacer terapia colectiva. Se tomaba a ese personaje como culpable de todas las cosas malas que habían sucedido ese año: enfermedades, si no había ido bien la cosecha... echaban al muñeco la culpa de todo y al final del carnaval lo sentenciaban a muerte tras leer un sermón. La forma de acabar con él era distinta, quemándolo o lanzándolo al río en función del pueblo.

¿Eran días de expiación?

-La lectura del sermón antes de quemar al muñeco era un momento muy emotivo, y además se aprovechaba para cargar contra las instituciones, porque allí estaban el alcalde del pueblo y el cura. El sermón era una forma un poco jocosa de decirse cosas que no se podían decir de otra manera. Se echaban en cara los problemas entre los vecinos, si uno le había hecho algo a la cosecha de otro, por ejemplo. En lugar de enfadarse entre ellos lo cargaban todo contra el muñeco, se quemaba y a empezar de nuevo.

¿Cuáles eran los disfraces más comunes?

-No eran disfraces como los del carnaval urbano, evidentemente. Aquí utilizaban lo que encontraban por casa, sobre todo objetos del mundo rural. Usaban los cencerros, los cestos en la cabeza o las hojas de maíz, llamadas pelendrinas, con las que se hacían gorros. Todo artesanal.

Cualquier cosa con tal de pasar inadvertidos.

-Durante el carnaval todo estaba consentido. Los jóvenes no sólo salían a pedir por las casas, también robaban. Iban a la parte de atrás y se llevaban los chorizos que estaban secándose en las ventanas que daban al norte. Eran días para pegarse un buen banquete, por eso tenía muchísima importancia el hecho de no ser descubierto. El disfraz no era tanto algo visual, para impresionar, como algo para ocultar completamente la identidad, porque todas las normas se podían transgredir y todo estaba permitido. La gente se desinhibía totalmente, salían de casa disfrazados, de uno en uno, sin que les viesen sus padres o sus hermanos, separados para que nadie supiera su identidad.

Con el tiempo algunas localidades se pusieron manos a la obra para recuperarlos, como Zalduondo, Campezo, Asparrena, Kuartango o Salcedo. ¿Cuál es su favorito?

-En eso no me puedo mojar (risas). Cada uno tiene sus particularidades. El de Salcedo destaca por la ambientación que dan al pueblo. Todo el mundo sale con antorchas por la noche y visualmente crean un ambiente muy impactante. El de Zalduondo es quizás el más conocido, con el personaje de Markitos, al que empalan frente al campanario de la Iglesia y lo pasean para después condenarlo a muerte y quemarlo. Allí son muy típicos los personajes de oveja, con la gente vestida con sus pieles, y el personaje del oso. Es muy bonito también. El de Ilarduia, Egino y Andoin lo recuperaron en 2007 y es especial porque se hace en los tres pueblos, con una peregrinación por la carretera cantando y bailando. Piden por las casas y transportan al hombre de paja antes de quemarlo.

La Asociación de Carnavales Rurales de Álava, AHIK, quiere crear un centro de interpretación del carnaval en el museo etnográfico de Zalduondo. ¿Cree que Álava debería potenciar esta tradición?

-Ayer mismo veía un vídeo del carnaval de Zalduondo en el que había una cita que decía “el pueblo que celebra sus fiestas se mantiene vivo y unido”. El centro de interpretación sería muy interesante porque serviría como empuje para esta tradición. Estamos hablando de hasta 126 carnavales que se podrían recuperar en otras tantas localidades, con lo que eso supondría para el entorno rural. Estos procesos de recuperación ejercen de nexo de unión entre las distintas generaciones. Las personas que han recuperado los carnavales han colaborado con la gente mayor, porque es de ellos de quienes han extraido los testimonios o la información para hacer los trajes y recordar como se celebraban. Además, para los mayores es un orgullo ver que algo que tu hacías de joven sigue vivo para fortalecer la identidad del pueblo.