aunque el Gobierno Vasco impide que la tradición de bendecir a los animales domésticos incluya el sacrificio, evisceración y descuartizamiento de uno de ellos, el día de San Antón sigue siendo el día de San Antón, y los usos de tan señalada jornada, al margen de la matanza del cerdo, siguen intactos en Gasteiz. Ayer, de hecho, las multitudes se agolpaban en torno al pórtico de la iglesia de San Pedro para ver cómo decenas de gasteiztarras llevaban a sus perros, gatos e incluso hurones a recibir la buena dicha por parte de la institución eclesial.

Todo giraba, en cualquier caso, en torno a un único bicho. La cerda Esperanza, natural de Arangiz, atrajo las miradas de mayores y pequeños con sus más de 200 kilos de peso y su parsimoniosa actitud, quizá sabedora de que las morcillas y chorizos que se sorteaban en la posterior rifa de San Antón no iban a proceder de sus tripas.

Fue en el salón de Plenos del Ayuntamiento de la capital alavesa donde se celebró la centenaria tradición de poner las bolas en juego, este año con Blanca Espizua Amigo, de 94 años, y Pelayo Gómez de Segura Ruiz de Gordoa, de 76; como manos inocentes. Ambos, internos de la residencia San Prudencio, extrajeron los números ganadores y el notario Enrique Arana dio fe de que el propietario del 3.356 se había llevado un lote de productos de cerdo ibérico de bellota. Y tras el acto oficial, llegó el reparto del soconusco, una mezcla de cacao de calidad suprema, bizcochos de zapatilla, torta de manteca y bolados (merengue con limón al horno), que hay que mojar en agua y vino dulce.

Mientras los mayores merendaban, abajo, en la Plaza Nueva, centenares de niños se disponían a disfrutar de su propia fiesta rodeados de gigantes y cabezudos, y acompañados por el incombustible Gargantua. Hace ya quince años que junto con San Antón se celebra San Antón Txiki, la rifa de cerditos de chocolate que persigue inculcar esta fiesta entre los más jóvenes, aunque viendo cómo la rifa se ha desarrollando al menos desde el siglo XVIII en Vitoria, con sólo contadísimos años en los que ha habido que suspenderla, no parece que haga falta sembrar la semilla del amor a la tradición entre los niños vitorianos.

Prueba de ello fue que en la plaza, ya habitualmente abarrotada de infantes los sábados por la tarde, no cabía un alfiler mientras por megafonía se iban cantando los números agraciados, en posesión del Hogar San José y de Escolapios.