El Casco Viejo tiene dos caras. La que contempla al paseante y la que sólo ven los vecinos. Pero jamás una habría podido existir sin la otra. Se fraguaron juntas en el siglo XIII, tras el incendio que barrió la aldea de Gasteiz, con las expansiones urbanas de los reyes Alfonso VIII y Alfonso X el Sabio. Ellos dieron forma a la almendra por el este y el oeste, con calles cara vista y calles ocultas por las casas, los caños. Las primeras recibieron nombres, según los gremios que se agruparon en cada una. Los segundos quedaron reducidos a números y letras, condenados a perder su valor al dejar de cumplir la nauseabunda función de recoger aguas mayores y menores. Hasta ahora. El Ayuntamiento los ha bautizado para reivindicar su papel en la historia intramuros de la ciudad.

Las denominaciones han llegado un año y medio después de haberse puesto en marcha el plan para rehabilitar los caños medievales, castigados durante siglos. Y ha sido un grupo de trabajo formado por la fundación Gaia -ejecutora de las reformas-, la Agencia de Revitalización de la Ciudad Histórica -impulsora y coordinadora del proyecto de revalorización-, el director de Vía Pública, el asesor de Alcaldía Enrike Ruiz de Gordoa y portavoces de cada grupo municipal el que ha elegido los nombres. Todos ellos, basados en cuatro criterios: tener en cuenta los elementos singulares existentes en los caños, peculiaridades relacionadas con éstos, nombres de la mitología vasca y profesiones ligadas a la ciudad y el Casco Viejo.

Sobre estas bases, los resultados han sido los siguientes. En la ladera este, el número 2 ha pasado a ser el caño de los Serenos, el 5 el de Lurbira, el 6 el de Basajaun, el 7 el de los Naranjos, el 8 el de los Acebos, el 9 el del Monaguillo, el 10 el de Lamiak, el 11 el de los Sauces, el 12 el de la Sinagoga y el 13 el del Verdugo. En la ladera oeste, el G es ahora el caño de la Plazoleta, el H el de la Armería, el I el del Túnel, el J el de la Aduana Vieja, el K el del Pozo, el LL el de la Alhóndiga, el M el de las Imprentas, el N el de los Tejos, el O el de los Rosales y el P el de los Hospitales. Por último, el que se acaricia las paredes de la iglesia de San Miguel y que no se conocía ni por número ni por letra, adoptará el nombre del templo.

Son denominaciones que devuelven la dignidad a unos espacios marcados por la huella humana. Hasta el siglo XIX se dedicaron a recoger las aguas mayores y menores, que fermentaban allí hasta que las lluvias las arrastraban al foso de la muralla. Con la epidemia de cólera de 1877, se embocinaron. Y muchos vecinos aprovecharon la ocasión para estirar sus casas, construirse letrinas o usarlos como contenedores. Por eso, los caños registran cuatro tipos de problemas: urbanísticos, por invasión del espacio público; de diseño, debido a la presencia de obstáculos y a la dificultad de los accesos; ambientales, al haber propiciado una brutal plaga de gatos y por falta de vegetación; y de infraestructuras, ya que la evacuación de las aguas y los sistemas de ventilación dejan mucho que desear, si es que hay, y los conductos de agua, gas y electricidad son un peligro.

Por ahora, ya se han rehabilitado cuatro caños. Un antes y un después abismal que se ha ganado a gritos tener su propio callejero.