vitoria. Cuando mira desde lo alto, a Vitoria se le ponen los ojos en blanco. Y el visitante reacciona con sorpresa. No puede ser de otra forma: los miradores dotan a las fachadas del Casco Viejo y el Ensanche de una belleza que salta a la vista. Son como las hojas de un árbol, un ejército cuidadosamente desordenado que, desde su creación en la segunda mitad del siglo XIX, se ha extendido hasta convertirse en seña de identidad de la ciudad. En su segunda piel. Una delicada epidermis de vidrio y madera que, sin embargo, no ha logrado captar la atención de quienes gobiernan. El Ayuntamiento carece de una ordenanza que favorezca su protección y, por ahora, no se plantea aprovechar su potencial turístico. Como muchos gasteiztarras de toda la vida, se ha olvidado de la importancia de caminar con la barbilla en alto.

No obstante, hay quienes se lo van a estar recordando hasta el próximo mes. La balconada de San Miguel acoge estos días la exposición Blancos por fuera, verdes por dentro, realizada por el arquitecto Ramón Ruiz-Cuevas y el fotógrafo David Quintas en colaboración con la Agencia de Revitalización de la Ciudad Histórica. A través de fotografías, cuadros y textos, la muestra se remonta a los orígenes del mirador blanco, ahonda en sus características bioclimáticas y subraya su belleza para mandar un mensaje claro: "debemos cuidarlo, admirarlo y difundirlo". Porque "forma parte de la ciudad y de nosotros" y porque apenas hay elementos similares en el entorno y, menos aún, con la exultante profusión que regala la capital alavesa.

El mirador surgió en el siglo XIX, cuando Vitoria cambió su tipología constructiva, reflejo del comienzo de la era industrial. Nació en la vieja aldea de Gasteiz y luego descendió por los Arquillos hacia la plaza de la Virgen Blanca. La ciudad rompía su corsé medieval para ensancharse y, al mismo tiempo, se modificaba el estilo de las viviendas: de la estrechez a edificios más amplios con el afán de dar luz y ventilación a los hogares. Así es como apareció primero la ventana balconera. Y de ésta, se llegó al mirador. Un paso sencillo que se convirtió en epidemia.

La estructura se cerró y sobre ella se construyó un nuevo volumen de madera y vidrio. El primero data de 1854, en la calle Portal del Rey. Luego vinieron el resto, a lo largo de la ciudad romántica y el ensanche decimonónico. Y, por la evolución natural de las cosas, surgió también la prima hermana del mirador: la galería, caracterizada por una forma más longitudinal y horizontal. Una explosión blanca muy ordenada a pesar de que jamás existió una normativa que lo regulara. Gustó la idea, y se continuó sin el deseo de ser más que el vecino, de forma natural y espontánea, algunos señoriales, otros más sencillos, solitarios, en tríos o sextetos. Tal vez porque contiene el espíritu del perfecto código arquitectónico: es bello, es funcional y satisface el sentido común. Y, además, canta a la sostenibilidad.

El mirador es un elemento ecoeficiente de captación de energía. De ahí el verde por dentro que acompaña al nombre de la exposición. Su epidermis de vidrio atrapa los fotones del sol que, debido al efecto invernadero, calienta el aire transmitiendo esa energía al resto del edificio. De esta forma, se ahorra calefacción y disminuyen las emisiones de dióxido de carbono. También el gasto en luz acaba siendo menor. Uno puede coser o leer cómodamente desde el balcón sin necesidad de encender una lámpara. Es, simplemente, perfecto. Y, por eso, ahora que tanto se habla de las bondades de la arquitectura bioclimática, se ha convertido en un referente para los expertos.

Hay grandes ejemplos de este singular elemento en el corazón de la ciudad. A Ruiz-Cuevas le encanta una de las galerías de la Virgen Blanca, que mezcla madera y cristales con un estilo que recuerda a Gaudí. La de la entrada a la Plaza de España por la calle Dato también se encuentra en su lista de favoritas, tanto por el cuadro que ofrece desde fuera como por el que regala al pasar por debajo con las dos torres a ambos lados del cuadrilátero. Prado, San Antonio y Manuel Iradier son otras calles con preciosos referentes, como la Casa de los Alfaro. Nacieron como zonas pudientes y, por eso, sus miradores están exquisitamente trabajados. No obstante, cualquier punto del Casco Viejo y del Ensanche es bueno para levantar la mirada y deleitarse con la elegancia estética y visual que ofrecen las níveas terrazas gasteiztarras. En la profusión está la principal clave de su belleza.

De la misma forma que Olaguíbel conectó el Casco Viejo con la ciudad a través de la genial solución arquitectónica de Los Arquillos, los miradores marcan el camino de la vuelta. Otro valor añadido al que los vitorianos pueden sujetarse para presumir de fachadas, mientras se sumergen en esta ruta blanca por fuera y verde por dentro. "Siempre me han gustado los miradores, pero no tenía ni idea de que, además de estéticos, eran sostenibles", apuntan José y Ainhoa, mientras se concentran en las fotografías de la exposición. "Lo que debería hacer este ayuntamiento es ponerse las pilas y empezar a rehabilitarlos, porque es una pena levantar la mirada y verlos tan deteriorados", aconseja Juan, un turista de mucho recorrido. Vivir para oír. Y para ver.