vitoria. Hasta buena parte del siglo XVIII, los vitorianos sólo tenían dos formas de saber qué hora era: a través de los relojes públicos que coronaban las torres de las iglesias de San Miguel y Santa María. Ahora, todos llevan el minutero colgado de la muñeca o estampado en la pantalla del teléfono móvil. Pero aun así, siguen siendo muchos los que marcan sus rutinas por las esferas municipales. Y detrás de todas ellas sobrevive una figura histórica, la del relojero. Una treintena de maestros ha cuidado de la creciente flota de agujas en los últimos seiscientos años. Todos al margen de marcos reglados hasta que la profesión se regularizó en 1993 y adquirió nombre y apellido propios: Pedro Suescun, a quien se le acaba ya el contrato. El Ayuntamiento ha vuelto a convocar el concurso para que quien lo desee se postule como cuidador de la red para los dos próximos años. Por supuesto, el encargado actual aspira al puesto.

El plazo de presentaciones al certamen expira la semana que viene. Suescun solamente tuvo competencia la primera vez y desde entonces ha sumado un contrato tras otro como relojero oficial de Vitoria. Así que se conoce al dedillo la lista de máquinas que contempla el pliego de condiciones del Ayuntamiento gasteiztarra: los relojes de las iglesias de San Miguel, San Vicente, San Pedro, Santa María y San Cristóbal, el de la Casa Consistorial -carillón incluido-, el del centro cívico Iparralde, los dos de la zona de frontones de de Mendizorroza, el par de las piscinas de Abetxuko, el de las piscinas de Judimendi, el de la plaza de toros y el del colegio público Samaniego. Históricos y modernos. Heridos de muerte, supervivientes y perfectos.

El presupuesto por dos años de contrato -prorrogable a otros dos- es de 37.639 euros IVA incluido. Una cantidad interesante a cambio de la cual el elegido se consagrará al no siempre sencillo mantenimiento de los relojes de la ciudad. La visita semanal, dos en el caso de la iglesia de San Miguel, es obligatoria: tras subir a lo alto, hay que engrasar la maquinaria, comprobar la hora y ponerla a punto, realizar subida de pesas, si procede, acometer ajustes en la sonería y las campanas y, en caso de que sea necesario, sustituir las lámparas de alumbrado exterior de las esferas. Además, al margen de hurgar en las intimidades de los relojes, el encargado oficial debe llevar a cabo una revisión ocular cuatro días a la semana para garantizar que ni se aceleran ni retardan más de un minuto.

Una vez al año, toca pasar la bayeta. El relojero tiene que realizar una limpieza de movimiento para retirar la suciedad acumulada, engrasar de lo lindo el dispositivo, sustituir -si procede- los prolongadores de las campanas y asear el entorno de la instalación. Además, sí o sí, también debe restaurar integralmente uno de los movimientos, al margen de las pequeñas reparaciones que puedan precisar los relojes a lo largo de los 365 días de rigor, ya sea colocar nuevas lámparas, arreglar cristales, adecentar habitáculos o modernizar los distintos cuartos de herramientas.

momentos dulces El relojero trabaja con las manos, incluso para hacer trabajo de oficina. Según establece el contrato, debe elaborar informes para el Departamento municipal de Hacienda y Economía sobre las labores ejecutadas a vista de pájaro, así como confeccionar una exhaustiva memoria anual de mantenimiento de sus criaturas. Sí, lo suyo es un arte que mancha y una ciencia que absorbe, pero también le permite protagonizar un dulce momento: efectuar los toques de San Miguel en el inicio y el final de La Blanca. Suescun siempre ha reconocido sentirse "un privilegiado" por dar cuerda a la fiesta desde ese espectacular mirador y le encanta ser el culpable de que ese día, 4 de agosto, el resto de relojes vayan treinta segundos retrasados para que no suene ninguna campana antes que la que manda la bajada de Celedón.

El tiempo está en manos del relojero, un gran poder que conlleva tentaciones. El actual encargado llegó a hacer trampas con el dispositivo de la anterior plaza de toros por compasión. A veces había una cola tan descomunal que, para que la gente no se perdiera los primeros minutos de la corrida, atrasaba un poco la hora. Sí, este trabajo da para muchas anécdotas, como cuando en una ocasión Suescun se encontró, al comprobar que una maquinaria necesitaba un calzador, una moneda antigua que un predecesor suyo colocó hace años para resolver el mismo problema. Fue mejor momento, sin duda, que el día en que se quedó encerrado en el triforio de Santa María. Tuvo que salir rappelando por la pared. Todo un espectáculo.

Los cirujanos del segundero, no obstante, también afrontan preocupaciones. Una de las de Suescun tiene como protagonista el mismo reloj que dispara la alegría del txupinazo, el de la iglesia de San Miguel. Lo mismo podría durar cinco años más que dar un susto en breve. A sus 158 años, está herido de muerte por culpa de los materiales que se emplearon en su construcción. Un bronce blando que desgasta de forma brutal los engranajes. El Ayuntamiento sólo tiene dos opciones: restaurar la maquinaria, aunque habría que recurrir a nuevas piezas en un 60% del conjunto, o sustituirla del todo por la que funcionó en la residencia de las Hermanitas de los Pobres durante dos décadas y que se encuentra en perfecto estado de revista.

A la espera del quirófano, el reloj de San Miguel mantiene su especial estatus. Es el único que sigue cantando cuando se pone el sol para guiar a los trasnochadores.