En 1953, Cecil B. DeMille recibía el Oscar por su película El mayor espectáculo del mundo, un homenaje al mundo del circo, en el que se entrelazaban tres historias de romance y rivalidades bajo la gran carpa. Sesenta y seis años después, la madre de todos los Parlamentos, la Cámara de los Comunes, cuna de la democracia desde 1800, ha convertido Westminster en una pista circense por la que actúan elefantes a modo de brexiters tories, trapecistas sin red disfrazados de unionistas irlandeses, funambulistas laboristas en el alambre y la mujer barbuda síntesis de May y Corbyn, bajo la dirección de pista del gran speaker, John Bercow, en el papel del payaso cara blanca. Saltan, hacen piruetas y equilibrios, ríen y lloran, mientras el mundo atónito alucina con sus enormes dotes de irresponsabilidad.

El Parlamento británico lleva tres meses, desde la aprobación del acuerdo firmado entre el Ejecutivo de Theresa May y el equipo negociador de la UE, instalado en el no. Votan una y otra vez que no, a cualquier opción de salida. Ellos que pidieron el divorcio han caído ahora en la cuenta de que no saben cómo irse de casa. No quieren rubricar el acuerdo porque no incluye ninguna de las mentiras que les hicieron votar sí en el referéndum. No quieren irse sin acuerdo porque les da pánico arrojarse al abismo. Y lo único que se les ocurre es pedir, una y otra vez, prórrogas para seguir tratando de meter un gol en un córner en el último minuto, como Ramos en la final de la Champions de Lisboa. El problema es que al árbitro y la mujer despechada que es Europa, se le acabó la paciencia y está decidida a echarles de casa.

El origen del problema sigue siendo el que impone la lógica actual de las votaciones en Westminster y, no es otro, que la ruptura en añicos del legendario bipartidismo británico. En el lado conservador, las luchas cainitas llevaron a David Cameron, el hombre que ya se ha ganado el título de político más estúpido en el Olimpo de los necios, a convocar el referéndum de marras. Hoy la batalla sigue, pero con más familias enfrentadas, tanto que no saben si asesinar a su premier May les conducirá a una ejecución por fusilamiento o en la silla eléctrica cuando los británicos voten. Mientras, los laboristas están liderados por un Corbyn obsesionado con okupar Downing Street al precio que sea, porque su reloj biológico tiene demasiada prisa. Y todo en manos de minorías divergentes: los unionistas irlandeses a favor del Brexit y los nacionalistas escoceses en contra del mismo. ¡Alguien da más!

El público de este espectáculo grandioso no es otro que las ciudadanas y los ciudadanos de veintisiete Estados de la Unión Europea, más de 400 millones de personas que no entienden nada de lo que está sucediendo, pero que como siempre pagarán los platos rotos del número de los platillos chinos. En Bruselas, los últimos noes han afianzado la idea de que la salida sin acuerdo es casi irreversible. Es más, para Juncker o Barnier se ha convertido en la mejor opción visto lo visto. Una prórroga larga solo tiene ventajas para los británicos que esperarán cualquier debilidad interna en la UE para reabrir la negociación del acuerdo de salida y obtener beneficios que hoy son imposibles. Macron lo tiene claro, aunque Merkel tiene muchas más dudas. La solución, de no ofrecerse un nuevo número bajo la carpa de Westminster, la conoceremos tras la reunión del próximo miércoles 10 en Bruselas. El más difícil todavía.