La ficha
- Título: ‘El plan maestro’
- Autor: Javier Sierra
- Género: Misterio
- Editorial: Planeta
- Páginas: 496
-Atención! Cuando entremos, caminaremos en fila india, de uno en uno. Está prohibido llevar mochilas ni nada que pueda dañar las paredes. La cueva es muy estrecha. ¿Lo habéis entendido?
El tono de Sandra era imperativo. La chica tendría veintipocos, melena rubia recogida en trenza y una galaxia de pecas expandida por los mofletes. Vestía el forro polar rojo que el Gobierno de Cantabria proporcionaba a sus guías. Si no se hubiera dirigido a nosotros con aquel aplomo, habría pensado que ese era su primer trabajo. Quizá era una estudiante de doctorado. O ingeniera forestal en prácticas. El caso es que nos soltó su retahíla en un tono tan grave que no me cupo duda de que se sentía la guardiana del lugar.
Y eso me gustó.
—¡No se os ocurra tocar ni llevaros nada de ahí dentro! —gritó en tono amenazante—. ¡Es un delito tipificado contra el patrimonio!
Sandra nos recibió a mi famlia y a mí al final de un camino sin asfaltar. No la habíamos visto al reservar las entradas en el centro de interpretación esa mañana, pero tampoco nos importó. Estábamos de vacaciones y cualquier cosa nos parecía bien. La chica llegó a la hora impresa en los tickets. Lo hizo en un todoterreno blanco, desprendiendo efluvios de lavanda y con un walkie-talkie colgado de la cintura que pitaba de cuando en cuando. Recuerdo que nos saludó tasando con escepticismo lo que tenía delante: un matrimonio joven con dos niños pequeños equipados con mochilas de Bob Esponja, gorras de visera y calzado deportivo, como si fueran jugadores de un equipo de fútbol escolar.
La ficha
Entonces enarcó una ceja antes de hacernos otra advertencia: —La cueva de Hornos de la Peña no es amable. Os lo habrán avisado, ¿verdad?
Mi mujer y yo nos miramos antes de asentir.
—Estupendo —resopló—. Hay que atravesar unas grietas estrechas. Recorreremos un tramo en cuclillas, junto a unas estalactitas de cien mil años que no se pueden ni rozar.
Será incómodo.
—¿Incómodo? ¿Cómo de incómodo?
—Es un sitio húmedo. Os mojaréis los pies. No veréis más allá de vuestras narices y deberéis pedir a los críos que vayan siempre por delante. Aunque, si creéis que pueden alterar o romper algo, será mejor que se queden fuera.
¿Está claro?
Los pequeños se alarmaron ante la perspectiva de quedarse fuera.
—Creo que no nos hemos presentado —sonreí, buscando suavizar aquella hosca bienvenida—. Somos Eva, Martín, Sofía y Javier. Acabamos de llegar de Madrid. Y prometemos portarnos bien. ¿Verdad, niños?
Los pequeños, que tenían los ojos tan abiertos como yo, confirmaron mis palabras con un tímido movimiento de cabeza.
Eva explicó a Sandra que estábamos allí de vacaciones y que yo tenía un interés especial en el arte rupestre. Mi mujer también le dijo que yo pretendía escribir un libro sobre las cuevas, pero a la chica no le impresionó. Sandra Vázquez Rey —leí su nombre completo en la identificación que llevaba prendida del pecho— se limitó a escucharla. Seguramente éramos su primera visita del día y tenía demasiadas cosas en la cabeza como para empatizar con una familia de la gran ciudad que no tenía ni idea de cómo manejarse en una caverna.
Martín acababa de cumplir ocho años. Sofía, casi siete.
Habíamos alquilado un viejo molino en Puente Viesgo, a menos de quince minutos de allí, y aspirábamos a pasar el mes explorando las principales atracciones de la zona. El norte montañoso de España era el único refugio seguro para los bochornos de agosto y, aunque la visita a Hornos parecía una excursión más, mi mujer y yo éramos conscientes de que recorrer un recinto catalogado como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco era elevar nuestras aventuras a otro nivel. ¿Qué iba a hacerle? Había pasado un año fuera de casa por culpa de la promoción de mi última novela y me había comprometido a darles un verano inolvidable.
Lo que quizá no esperaban era que inolvidable significara empujarlos hasta una gruta lóbrega y angosta, perdida en mitad de un risco, a seiscientos kilómetros de casa, con una ogro por cicerone.
Los niños plantearon un alud de dudas.
—¿Es muy estrecha?
—¿Hay murciélagos, papá?
—¿Y escorpiones?
—En las cuevas viven abejas, Sofía.
—¿En serio?
Las dudas de los pequeños arreciaron como balas en un tiroteo.
—Disculpa, no será muy profunda, ¿verdad? —preguntó Eva, preocupada.
Empezaba a comprender por qué le había insistido en que lleváramos calzado cómodo. Pero Sandra, lejos de disipar sus temores, añadió otro a su lista: bajo tierra haría más fresco y los chicos podrían enfriarse.
—Te voy a matar. Esto se avisa… —me susurró con un puntapié Eva.
No era para tanto. Nuestra excursión iba a ser distinta a las que habíamos hecho hasta entonces. La edad que tenían Martín y Sofía era perfecta para mi plan. Su mirada incólume todavía era culturalmente libre, con una capacidad para asociar conceptos que no había sido domesticada del todo por la educación. Y esa era, precisamente, la clase de valor que pensaba probar aquella mañana.
En efecto: yo tenía un plan secreto para aquel viaje. Era una idea que había nacido meses antes de los libros de arte paleolítico acumulados en mi despacho. Las horas de lectura me habían hecho incubar un experimento para el que no quedaba ya mucho tiempo. Tal vez solo aquel verano. Y es que, en alguno de aquellos volúmenes, había leído que los menores de ocho o nueve años —como mis hijos, vaya— eran el mejor aliado posible para visitar una gruta con pinturas y entenderla.
No sabría decir si fue Jean Clottes, el gran experto francés en el paleolítico, o quizá algún colega suyo, el que lo dijo: «Los niños tienen un instinto innato para reconocer arte en una pared prehistórica». Según ellos, cualquier pequeño de corta edad es mucho más capaz que un adulto medio a la hora de discernir trazos o sombras con significados en las rocas de una gruta rupestre. Los niños son capaces de interpretar todo lo que a nosotros nos pasa inadvertido. Su cerebro es más plástico, está más alerta y posee la inteligencia de dar sentido a cualquier raspadura, detalle o hendidura banal en un muro. Pero lo que resulta aún más asombroso es que consiguen que los adultos terminen viendo lo mismo que ellos, como si tuvieran la capacidad de despertar en terceros una forma de percepción que se olvida con la edad.
No es magia, leí. Se trata del mismo mecanismo psicológico que nos lleva a reconocer rostros en las nubes o figuras en los posos del café. Con el tiempo, dejamos de verlas, pero, si alguien nos reconecta con ese saber, lo recuperamos en el acto.
SOBRE EL AUTOR
Hace veinticinco años que Javier Sierra (Teruel, 1971) empezó a buscar respuestas a grandes preguntas a través de la escritura. Tras ganar el Premio Planeta con El fuego invisible, se convirtió en el único autor español cuyas novelas han llegado al top ten de los más vendidos en EE. UU. Con El plan maestro se enfrenta a las grandes preguntas sin resolver sobre quiénes han de ser los guardianes del arte, en un libro que se lee con la devoción de quien cree en el arte como un ente transformador. Autor de obras tan populares como La cena secreta, El maestro del Prado, La dama azul o El ángel perdido, su literatura se lee hoy en 44 países. Es hijo predilecto de su ciudad natal y la biblioteca pública de Teruel lleva su nombre.
¿Tendrían ese superpoder mis hijos?
La duda no podía divertirme más.
¿Serían aquellos dos mocosos capaces de encontrar imágenes grabadas hace miles de años, salvajemente erosionadas por milenios de humedad y abandono, en la cueva a la que nos dirigíamos? ¿Me ayudarían a descifrar sus misterios?
Naturalmente, preparé mi experimento con la complicidad de Eva. Ella, bailarina devenida en economista, había pasado casi dos décadas enseñando ballet en Málaga a niñas pequeñas y había desarrollado una formidable capacidad para relacionarse con ellas. De hecho, fue quien me animó. Incluso me dio la clave para bautizar aquel proyecto. Convinimos en llamarlo operación Vultus, ‘mirada’ en latín. «Vas a observarlos mientras miran, ¿no es eso?», me dijo.
Lo que no preví fue que aquella joven con aires de general que nos recibió en Cantabria fuera a adelantársenos en nuestro experimento.
—Sofía, Martín…, ¡atentos!
Ajena a nuestro Vultus, Sandra les tendió unos cascos de plástico amarillo, como de albañil, que los convirtió en dos pequeños champiñones.
—¿Estáis preparados?
—¡Listos! —corearon tocándose la cabeza, divertidos.
—Pues vamos.
Al minuto, los cinco ascendíamos por un camino que escalaba hasta un cortado de piedra orientado a poniente.
A esa hora temprana, estábamos solos. Ninguna señal marcaba el lugar al que nos dirigíamos. Caminábamos pegados a una barandilla de madera, solo unos pasos por detrás de nuestra guía, por un suelo cubierto de ramas que crujían bajo nuestros pies como si masticáramos chips. El aire olía a moho, y a lo lejos se percibía el fragor del río Tejas, tan potente que nos obligó a levantar varias veces la vista hacia un valle verde y espacioso, infinito.
Al minuto, los cinco ascendíamos por un camino que escalaba hasta un cortado de piedra orientado a poniente.
A esa hora temprana, estábamos solos. Ninguna señal marcaba el lugar al que nos dirigíamos. Caminábamos pegados a una barandilla de madera, solo unos pasos por detrás de nuestra guía, por un suelo cubierto de ramas que crujían bajo nuestros pies como si masticáramos chips. El aire olía a moho, y a lo lejos se percibía el fragor del río Tejas, tan potente que nos obligó a levantar varias veces la vista hacia un valle verde y espacioso, infinito.
—¡Qué bonito es esto, papá! —se extasió Sofía.
Vencimos la pendiente y dejamos atrás el bosque. Fuera ya del cobijo de los fresnos, en una explanada repentina y al abrigo de un talud, tropezamos con una puerta de hierro encastrada en la roca. Sandra se detuvo frente a ella, revisó el enorme arco de piedra que la cubría a modo de dintel natural y se volvió hacia los champiñones con una propuesta insólita.
—Muy bien, niños… Antes de pasar al interior, me gustaría comprobar si estáis preparados para convertiros en pequeños prehistoriadores. —Sus ojos centellearon mientras localizaba la llave de la cancela en el puñado que se sacó como de la nada—. Decidme, ¿podéis ver algo aquí?
La guía hizo un vago gesto hacia la pared de roca que teníamos delante. No parecía gran cosa. Eva y yo la escrutamos sin ver más que un corte cubierto de musgo.
—¿Qué se supone que debemos…?
Sandra nos hizo callar.
—Chissst. No. Ustedes no. Los niños.
Entusiasmados, los niños la examinaron, curiosos. Durante unos segundos, no despegaron su mirada de la pared.
Me sorprendió la facilidad con la que entraron en el juego, aunque mi sorpresa fue aún mayor cuando, de pronto, la pequeña dio un respingo y señaló con el índice algo que estaba justo por encima de su cabeza.
—¡Mira, papá! ¡Ahí!
¿Estaba Sandra sometiéndolos al mismo examen al que yo…?
—¡Es un caballo grande! —añadió.
—¡Y está muy gordo! —matizó su hermano, pisándole las palabras.
—¡Y flota!
—¿Flota? —se extrañó Sandra.
—Pues claro. —Sofía señaló los cuartos traseros del equino—. Mira las patas de atrás. Caen hacia abajo, como si no tuviera un suelo en el que apoyarse. ¡Ese caballo está volando! n