Patricia Fernández y su hermano pequeño sufrieron durante sus primeros años de vida la violencia de género en su casa. “Durante seis años viví muerta de miedo por la persona que dormía en la habitación de al lado, y con mi madre”, recuerda. Una fecha cambió sus vidas, el 20 de febrero de 2005, el día de la última paliza. Entonces una denuncia y una orden de alejamiento sacaron al maltratador de casa. Empezó lo que esta joven madrileña de 20 años describe como “una luna de miel”. “Dejamos de verle, fuimos a la playa, fue como renacer”, explica. Sin embargo, aquello duró poco, siete meses, porque en septiembre comenzaron los psicólogos y las visitas obligadas. El maltratador fue condenado, pero el juez estableció un encuentro bajo supervisión semanal. “Yo no sabía ponerle nombre a lo que estaba viviendo, fue un auténtico caos porque la única realidad que era capaz de entender era que cuando vivíamos con él, había una salida, que mi madre pidiese ayuda. Pero mi madre pidió ayuda y la respuesta que tuvimos fue que teníamos que ir con él, eso fue un terror mental”, relata.
Patricia comenzó a sufrir ataques de ansiedad, dolores, insomnio. “Decían que me lo inventaba, pero después he hablado con psicólogos que me han corroborado que lo primero que hace un cuerpo ante una situación de estrés es reaccionar, lo que yo desarrollé era de manual”, critica. Patricia describe “todo un sistema (que incluía a jueces, trabajadores sociales, policías) que básicamente le protegía a él”. A su madre le prohibieron ir a recogerlos a los puntos de encuentro, “la acusaban de manipularnos”. “A veces la policía nos obligaba a bajarnos del coche”.
Nadie tuvo en cuenta nunca su opinión. “Cuando teníamos ocho y diez años nos sometieron a varios peritajes, nos metieron en una sala con una perito y el veredicto ya estaba hecho antes de que nosotros pudiéramos hablar. Todo lo que nosotros decíamos, según ella, era mentira y él era un buen padre”. Patricia explica que les aplicaron el Síndrome de Alienación Parental (SAP), una supuesta patología, rechazada por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), según la cual uno de los progenitores, generalmente la madre, manipula a los hijos en contra del padre. Esta teoría fue creada en 1985 por el psiquiatra Richard Gardner, quien ideó un supuesto tratamiento basado en “la terapia de la amenaza”, que consiste en un cambio de custodia y prohibir el contacto entre la madre manipuladora y los hijos.
“Este verano va a hacer diez años que nos aplicaron el SAP”, explica Patricia. Su madre perdió la custodia y los hermanos fueron entregados al padre. “Cuando te aplican el SAP, como supuestamente estás enfermo y la manera de curarte es entregarte al maltratador, se nos prohibió cualquier contacto con nuestra madre, nuestra familia materna o nuestro entorno. Y empezó la terapia de la amenaza con psicólogos”, relata la joven. En principio, esta situación iba a ser indefinida, “pero al final del verano se cansó y puso las cosas fáciles para que mi madre pudiera recuperar la custodia”. Según Patricia, durante los tres meses que convivieron con su padre, “la relación era nula, la única conversación que teníamos era qué hay de comer”. “En nuestro caso fue clave el hecho de que éramos un pack, yo lo sentía así, casa e hijos. Si tenías a los niños, tenías la casa, y él se pasaba el día diciendo que la casa era suya”.
“Los casos se repiten” Para Patricia, “entregar los hijos al maltratador es perpetuar el maltrato y el dolor de la madre” y denuncia que todavía hoy la justicia siga aplicando esta pseudopatología en los casos de custodia. La joven volcó su experiencia en el libro Ya no tengo miedo (Ed. Club Universitario, 2015). “Ingenua de mí pensaba que nuestro caso había sido el único, pero la experiencia me ha dicho que no es así. El SAP se sigue aplicando, los niños no son creídos, los casos se repiten. He visto casos mucho peores que el mío, porque a lo mejor se han ido con el padre un día y no han vuelto hasta diez años después”, sostiene.
Patricia y su hermano volvieron con su madre en septiembre y la justicia estableció visitas ordinarias con el maltratador, un fin de semana cada quince días y la mitad del verano. “Solía llevarnos a un pueblo de Zamora, la casa era heladora, dormíamos con abrigo. Lo único que jugaba a nuestro favor era el tiempo, nos hacíamos mayores e íbamos teniendo más autoridad. Con 14 años le decía que tenía que estudiar, que no podía hacer esos viajes tan largos y conseguí que fuéramos cada vez menos con él”, asegura. “Durante años le había pedido un diario que había escrito mi madre durante mi embarazo y que él se había llevado. Me decía que no me lo podía dar porque lo necesitaba para los juicios. Pero un domingo que nos fue a dejar me entregó un sobre, en el sobre estaba el diario y otras cosas, había una foto con fecha del 20 de febrero de 2005 y había escrito ‘te lo mereces’. Cuando vino a recogernos el fin de semana siguiente me negué a irme con él. Tuve que llamar a la policía y por primera vez un policía me dijo que no tenía que irme con él”. Patricia tenía entonces 16 años y su hermano, 14. Nunca más volvieron a estar con su padre.
A raíz del libro, la joven estableció contacto con otros menores y madres que habían pasado o estaban pasando por su misma situación. Esta experiencia animó a Patricia y a su madre Sonia a crear Avanza sin Miedo, la primera asociación de menores víctimas de la violencia de género. Ellas dan voz a aquellos que todavía no pueden hablar, visibilizan a un colectivo que todavía avanza entre sombras.
En 2015, la Ley de la Infancia y la Adolescencia reconoció por primera vez a los menores expuestos a la violencia de género como víctimas, sin embargo, según Patricia “se necesita avanzar mucho más”. “En la práctica deberíamos tener una mejor aplicación de la legislación, pero no es así y en los casos en los que se aplica el SAP se ve clarísimamente”, denuncia. “No se pueden dar falsas expectativas a la sociedad dando a entender que estamos mucho mejor de lo que en realidad estamos”, concluye.