Durante gran parte de la historia de la humanidad hemos mirado al Universo simplemente con la ayuda de nuestros ojos. Galileo hace poco más de cuatro siglos, utilizando el anteojo astronómico, descubrió un universo nuevo, una nueva ciencia que nos permitió sentirnos parte de un cosmos mucho más formidable que el que narraban los libros revelados. Pero seguía siendo el ojo detrás del telescopio el que registraba todo. Ya en el siglo XX nacieron astronomías nuevas, de la mano de las ondas de radio, del infrarrojo, el ultravioleta o los energéticos rayos X y gamma, ya en la Era Espacial. Nuevas astronomías a las que comenzó a unirse la observación de los neutrinos que llegan de fuera de la Tierra, pero solo hemos conseguido descubrir una fuente, cuando el 23 de febrero de 1987 estalló una supernova en la Gran Nube de Magallanes y la observaron simultáneamente desde varios túneles profundos de nuestro planeta.

Ahora nace una nueva astronomía: esta vez no son ondas electromagnéticas, ni partículas subatómicas. Ahora son las diminutas oscilaciones de la propia estructura del espacio y el tiempo, sacudida por sucesos portentosos, como dos agujeros negros que caen en espiral uno hacia el otro hasta fundirse en una potentísima explosión. Ondas gravitacionales predichas hace un siglo por Einstein, que ahora tienen una detección directa, y que nos permitirán desentrañar, en su lenguaje complejo de las leyes físicas, qué sucede en detalle en el Universo. El trabajo de mil científicos de más de quince países durante un cuarto de siglo nos muestra una nueva luz, increíble.

Cada vez que se descubría un nuevo rango de observación, un nuevo instrumento o detector se entendían nuevos fenómenos antes inexplicables, antes desconocidos: el nacimiento y la muerte de las estrellas, la agitada vida de las galaxias, la misma evolución del Universo... temas de los que todo lo ignorábamos. Ahora, las ondas gravitacionales permitirán hacer un mejor mapa de nuestra ignorancia, es decir, avanzar la ciencia.