De camino a la COP21, en la periferia de París, es fácil encontrarse vallas publicitarias con Alicia en el País de las Maravillas respirando con una máscara de gas o con las víctimas de una inundación bajo el irónico lema: “Vive la experiencia del clima”. Son parte de una intervención urbana del movimiento de guerrilla ecologista Brandalsim, que ha usurpado 600 paneles publicitarios de la capital francesa para disfrazarlos con eslóganes impactantes en torno a la cumbre del clima.
Símbolos nacionales arropan las buenas intenciones del líder político de turno y ONG multinacionales buscan presionar a favor de un acuerdo universal que garantice la preservación del planeta. La COP21 es un evento internacional y colorido, algo así como la exposición universal del planeta Tierra, con pabellones nacionales, centros de prensa, restaurantes y medidas de seguridad inéditas, regalos y disfraces. La inmensa mayoría de las 45.000 personas que participan de una manera o de otra en la cumbre tienen que someterse a un estricto control de seguridad a la entrada, similar al de los aeropuertos.
Se presume que nadie revisará la limusina del presidente estadounidense, Barack Obama, de la que se sabe que consume la friolera de 29 litros cada 100 kilómetros, pero se someterá a un importante cacheo al batallón de angelitos blancos del planeta que ayer por la mañana se colocaban sus celestiales alas para llamar la atención en un evento donde muchos temen pasar inadvertidos.
Por las avenidas del espacio habilitado para la conferencia, un antiguo aeropuerto sembrado de naves prefabricadas y carpas blancas, las escenas coloridas son legión, y los selfies entre los participantes casi una religión.
“Venimos a distribuir estos chocolates para dar energía a los negociadores. Es importante para nuestro futuro, para el de nuestros hijos y para la juventud”, explica Lisa Schulze, activista de la fundación Planta un Árbol por el planeta. Otros vienen de Mali para apoyar a las mujeres sin ingresos, o desde el archipiélago indonesio con la esperanza de que se alcance un acuerdo que pueda aplicarse, o desde Ecuador, tras un viaje de alrededor de 20 horas hacia una ciudad muy fría pero que sigue siendo espectacular.
Una ciudad, por cierto, que vive relativamente despegada del ajetreo de la conferencia de líderes mundiales y donde el transporte público -excepcionalmente gratuito ayer- funciona con la misma celeridad que en un día cualquiera. Eso sí, la seguridad es total. Autopistas cerradas, presencia de policías y militares en las calles más que palpable. Incluso cascos azules de la ONU patrullan por el recinto ferial. Y es que el 13-N está aún en la retira de todos.
“Es un honor estar aquí y ver que podemos hacer algo por el futuro de nuestro planeta”, explica Jonathan, que cada día horneará entre 3.000 y 4.000 panecillos porque hace falta abundante avituallamiento para dar de comer diariamente a una ciudad efímera de 180.000 metros cuadrados.
No alimentará el gentil panadero a Obama, a Hollande, a Ban Ki-moon y compañía, que disfrutarán de un menú a base de sopa de nabo, pollo de granja, risotto de hierbas y profiteroles galos París-Brest, preparado por cinco chefs de renombre.
“El almuerzo se hace eco de la excelencia medioambiental y gastronómica francesa”, describió el ministro francés de Exteriores, Laurent Fabius, dando muestra de que el marketing medioambiental de la Cumbre del Clima no descansa ni para comer.