A Coruña. DIEZ años después, en vísperas del juicio, DNA visita el icono de aquella gran guerra contra la marea negra. "Manos, manos. Lo que necesitáis son manos. Cuantas más mejor. Es la única solución contra esta clase de catástrofes. No queda otra", sentencia un periodista alemán de la revista 'Stern' cuando habla con Nacho Castro, secretario de la cofradía, a mediados de noviembre de 2002. La roñosa, ruinosa y agujereada silueta del Prestige, para entonces con una vía de agua del tamaño de un camión, amenaza con partirse a un par de millas de la costa. Es 13 de noviembre. Dos días después, el chapapote, avistado por los pesqueros y ninguneado por las autoridades, esprinta hacia Muxía, un espigón de la Costa da Morte, un pueblo con las puertas y las ventanas abiertas de par en par a la mar. Entre los remolcadores y el temporal, el Prestige, escorado, desequilibrado, boqueando, cruje, se colapsa y se le parte en dos el espinazo. Hundido. Desangrado. No hay torniquete capaz de cortar el fueloil, que emana a borbotones. 77.000 toneladas que surfean sin freno por el Atlántico, furioso, aguerrido, fatal.

A esas horas, en Muxía, una localidad que late por las branquias de la mar, que sostiene su economía por la pesca y el marisqueo, se temen lo peor. La enorme mancha negra avanza a zancadas, sin resuello. "Manos, manos", le dice el periodista a Nacho. "Él había conocido de primera mano las catástrofes del Erika y del Exxon Valdez y me comentó que lo principal era disponer de gente para ayudar porque esa clase de desastres lo supera todo. Se trataba de ir a la guerra contra el chapapote", explica Nacho en la lonja de pesca de Muxía, la Zona cero de la catástrofe del Prestige y el icono de una lucha sin cuartel de los voluntarios, -por el pueblo pasaron más de 127.000 durante el tiempo que duró la campaña de limpieza- contra el vertido de fueloil. Físico de carrera, Nacho Castro, advertido por el consejo de su amigo, lanzó el mensaje, el SOS, el 16 de noviembre vía correo electrónico a las universidades para reclutar a gente, porque los voluntarios, dice Nacho, "no aparecieron por arte de magia, digamos que tratamos de llamarlos de movilizarlos". "Fue un bombardeo de correos electrónicos constante. Me centré en las universidades porque los estudiantes son muy sensibles con estos temas. Pero la respuesta superó todas las expectativas. Nadie podía imaginar un movimiento de esa magnitud". Una semana después, Muxía era un hervidero de gente dispuesta a vendimiar chapapote. La reacción de los miles de voluntarios, un ejército, convocó a una marea blanca que se opuso a la marea negra en el tablero de la Costa da Morte. Fue "lo mejor que ocurrió durante ese tiempo", destaca Félix Porto, el alcalde de Muxía, entonces en la oposición.

Los héroes de Muxía La reacción de la sociedad resultó tan inmediata como conmovedora. "Si no llega a ser por ellos, no sé lo que hubiera sido de Muxía. Vinieron miles desde todos los sitios. Todos a trabajar", indica Pepe ,el murciano, el panadero del pueblo mientras echa la caña en el puerto después de abastecer de pan a los vecinos. Veinte años amasando, cuarenta en Muxía, y a uno de la jubilación. "Aquí estoy muy bien. Tranquilo, pero no creas que pican muchos peces. Los que más, los pequeños, que se comen el cebo. Es normal, tienen hambre", describe con humor en la dársena. La sonrisa que luce ahora Muxía, que habla de pesca, fue llanto diez años atrás. Lágrimas negras.

La mañana del sábado Muxía se despereza con jersey y cuello alto, el mercurio no coge vuelo aunque el sol estira los brazos entre el lienzo azul que cúbrela localidad, durante meses un cuadro de El Greco: oscuro, negro, inquietante. Hace una década, una atmósfera plomiza y opresiva reinaba en el pueblo, rodeado de chapapote que llegaba al asalto. "Había que verlo… aquello era un desastre absoluto. En las casas donde más cerca baten las olas y alcanzan las salpicaduras les pegaban trozos de chapapote", exclama el alcalde, mientras dibuja círculos con la cucharilla en el café. Sentado en una de las terrazas que cortejan la entrada de Muxía mirando al mar, a Félix Porto se le cuela el olor penetrante del chapapote entre la galería de los recuerdos. "Aquel olor era terrible. El pueblo no olía a mar, olía a chapapote y ese olor estuvo presente durante meses".

Cuatro metros Cuando arreció el chapapote todo resultaba desasosegante en el pueblo, teñido de negro como un pozo minero. Pero en la superficie. "Además de la costa, las calles del pueblos estaban repletas de chapapote por las pisadas de las botas de la gente que iba a limpiar. No había nada que se librara. La incredulidad y la tristeza se mezclaban ante semejante desastre", traza Félix Porto. "Hubo sitios en los que el chapote alcanzó cuatro metros de altura. Una barbaridad. Imagínate. Nunca se acababa. Era un trabajo de chinos", documenta Nacho bajo varias de fotos de los voluntarios que acudieron a Muxía en la batalla del fueloil.

Esas imágenes a dos tintas, negro sobre blanco, un museo y un monolito homenajean la lucha del ser humano, su solidaridad extrema, en medio de aquella hecatombe. "Lo de los voluntarios, su trabajo, fue impagable. Nunca lo olvidaremos", expresa Xosé Búa mientras abrillanta, siguiendo el ritmo de la música The Queen, la furgoneta en la que traslada el pescado. Ese asunto tan cotidiano, esa estampa tan costumbrista, se cortó entre diciembre de 2002 y junio de 2003, vedada la pesca de bajura, (el marisqueo se interrumpió de noviembre de 2002 a septiembre de 2003), por el invasivo pringue del Prestige.

En medio de la viscosidad del fueloil conoció Nacho a su mujer, Noelia, que se había trasladado a Muxía desde Catalunya en la batalla contra el chapapote, que enlazó a más de uno. "Surgieron muchas relaciones entre los voluntarios. Al fin y al cabo, las emociones estaban a flor de piel. Vas al límite, era como una guerra, los sentimientos estaban disparados y en esas situaciones las personas se unen más. Todos los sentimientos era más acentuados entre los voluntarios". Y los sentimientos de aquellos héroes de blanco que acarreaban barreños que pesaban entre 60 y 70 kilos, que trabajaban a destajo, eran los de los ángeles caídos de todas las latitudes con un destino común: ayudar. "La gente llegó de todas partes. Recuerdo que vino gente de los países árabes, de Estados Unidos, de China, de Europa… Si lo piensas bien resulta un acto de una gran generosidad porque su único objetivo era ayudar a cambio de nada".

La lluvia de voluntarios era el dique, la fuerza de choque de un pleito contra la viscosidad del chapapote, pegado durante meses a Muxía. "Por más que quitabas seguía habiendo. La gente trabajó sin descanso desde noviembre hasta mayo. Era descorazonador, pero la gente no se rindió. Nunca lo hizo", añade Nacho Castro. Tampoco claudicó contra la desinformación de las autoridades. "Recuerdo que a periodistas de la línea oficial (Televisión de Galicia) la gente les silbaba en los directos para que no se escuchara lo que decían porque daban una versión que no casaba con la realidad", reproduce Félix Cobo, que sostiene que los medios de comunicación independientes que se personaron en Muxía y fueron testigos de aquel paisaje dantesco sirvieron como altavoz y reclamo de voluntarios. "Aquellas retransmisiones en directo fueron también importantes, y por supuesto, las voces de los propios voluntarios que contaban con qué se habían encontrado cuando volvían a sus casas". Con todo, no resultaba sencillo mantener el pulso firme ante un escenario desolador y un enemigo tan obstinado al que se le adhería la visión deformada de las autoridades, tan nociva en aquellos días

El peso de la política "Las presiones fueron muchas y la política intoxicó aún más la situación. De hecho, el lavado de cara de algunas playas tenía que ver con las elecciones que se iban a celebrar", desenfunda Nacho Castro mientras reconstruye la memoria asomado a la mar, que azota con fuerza, una nana en cualquier caso comparándola con los días del ruido y la furia. "En Muxía se compraron voluntades, pero más que con dinero, porque la ayudas eran necesarias, contratando a la gente en empresas públicas, dándoles trabajo, hasta que pasaron las elecciones y claro, a muchos, se les acabó el trabajo", recorre Félix Porto, primer edil de Muxía, sobre la sinuosa carretera de aquellos años en los que el Partido Popular, encabezado por Alberto Blanco, revalidó la alcaldía a pesar de la pésima gestión del desastre. Hoy apenas existe rastro de los populares en el Ayuntamiento de Muxía, salvo por la placa de la inauguración de la fachada del puerto. El monolito que rinde tributo al tajo desinteresado de los voluntarios, es posterior. El esfuerzo se lo tuvieron que reconocer años más tarde. Cinco después del desastre. "Cosas de la política. Así de triste", afirma Nacho Castro.

Es uno de los hilillos que dejó el Prestige, que también sirvió como filamento, vasodilatador y despertador de la sociedad civil. "En medio de todo el desastre que supuso también hubo cosas muy buenas y eso no se puede olvidar nunca. La movilización de los voluntarios y también de las empresas que dieron toneladas de comida y que ayudaron a mantener aquella infraestructura habla bien a las claras de la conciencia de la gente", desgrana Nacho Castro, fiel a los recuerdos, recopilados muchos de ellos en una exposición sobre la marea negra que se cebó en Muxía, la Zona cero de la catástrofe.

El Prestige y lo que aconteció en su perímetro, también dejó varias lecciones de cara al futuro más allá de su negra huella en la naturaleza, en las personas y en la memoria colectiva. "La primera conclusión es que a la gente se le debe informar y decir la verdad, la segunda es que son necesarios protocolos de actuación determinados y que son los técnicos, los que saben, los que deben tomar las decisiones. Los políticos deben actuar según esos criterios y ejecutar las decisiones aunque vayan en contra de sus intereses", enumera Nacho Castro, conocedor como toda la gente que vive del mar de que las aguas de Finisterre son una autopista con carriles en ambos sentidos por el que navegan miles de buques. "Los accidentes pasan y los hay que son inevitables. La cuestión es estar preparados para cuando pasen". Para las manos siempre habrá tiempo. También para las miles y miles que blanquearon Muxía.