HA sido pasar el puente de Los Santos de Ribadeo, entrar en Asturias y no parar de llover hasta Avilés, ciudad antaño roja y combativa, lugar en el que me encuentro, una vez superados los primeros 400 kilómetros de Camino. Y a pesar de mi condición de periodista y de estar en Asturias, estoy prácticamente convencido de que Javi Clemente, que ahora anda por aquí, no tiene nada que ver con esta situación. Prácticamente, aunque con el de Barakaldo nunca se puede decir de esta agua no beberé ni este cura no es mi padre.
El paseo por Asturias no es para llaneadores ni esprínteres, es un continuo sube-baja rías, ideal para peregrinos con problemas cardiacos y fumadores. Creo que no he andado más de un kilómetro sin subir o bajar, a lo que se añade el exceso de kilómetros por el asfalto, debido a que eso que llaman modernidad y que consiste en enterrar bajo el hormigón los antiguos caminos. Arroyo, colina, arroyo, colina es la tónica general del Camino Asturiano de la Costa, a pesar de todo bastante más suave que el Camino Primitivo, el que por Oviedo enlaza hacia Lugo por la Asturias más dura y profunda.
Pero me tendré que ir haciendo, porque me parece que hasta llegar al puente de Santiago en Irun no va a haber ninguna etapa pensada para Cipollini. Pero sin duda, lo más duro del tramo asturiano viene de la sorprendente habilidad de los camioneros para echarte encima el agua que no te ha caído del cielo.
Y es que ahí tengo un problema. O trato de seguir el camino a la inversa, con el riesgo de perderme y perderme una y otra vez por los enclaves asturianos, o aseguro siguiendo las carreteras marcadas.
Despistes y señalizaciones
Historias nada excepcionales
Llevo 414 kilómetros y estoy casi seguro de que ya he andado 25 o 30 kilómetros de más en mis múltiples despistes y señalizaciones contradictorias. Porque esa es otra: la moda de los últimos años por crear miles de rutas con miles de flechitas para todos los lados hace que llegue un momento en el que no tienes ni idea ni dónde estás ni para dónde tirar.
Y es que un pueblo sin diez o doce rutas para infartados ni es un pueblo ni es nada. Al final, lo más seguro es el asfalto, a pesar de los señores de los camiones, empeñados en que siga el camino tradicional.
Pero sin duda, todos los contratiempos del camino quedaron compensados con mi visita a Agapita, una despistada de Barres, con cuya familia compartí un café en la pequeña localidad asturiana de Salave. Otra historia más de una trabajadora del campo que cayó enferma de alzhéimer, de una familia que dedica las 24 horas del día a su cuidado y de la inmoralidad de quien no tiene escrúpulo alguno para tratar de engañar, incluso robar, a quien poco a poco se va olvidando de las cosas. Me impresionó la historia por su crudeza, pero los que saben y entienden del mundo del alzhéimer enseguida me abrieron los ojos y me ratificaron que no es algo excepcional; la miseria moral de quienes no saben respetar ni siquiera lo más sagrado; la dignidad de los enfermos. Esta semana toca buscar la frontera de Cantabria, 15 o 20 rías más adelante.