Mujeres en la sombra del franquismo
La mujer debía cumplir con las tres “labores” que se le imponían: ser ama de casa, esposa y madre. La familia estaría en armonía si ellas ejercían estas labores correctamente.
“No entendía cómo una mujer tan capaz, tan valiente y tan trabajadora consentía que, por ejemplo, los hombres de la casa no recogiesen los platos de la mesa después de comer”. La historiadora mallorquina Marina Castillo Fuentesal vivió esa dualidad. Su abuela fue una de las razones que la llevó a investigar la dictadura desde una perspectiva de género. Graduada en Historia por la Universitat de les Illes Balears (UIB) –donde hoy es profesora–, depositó su tesis tras beneficiarse de la beca predoctoral Clara Hammerl, buscando ampliar el conocimiento de la Historia de Género y de las Mujeres.
En sus primeros años, el franquismo levantó un sistema de control y represión profundamente estructurado. Como recuerda Castillo, es importante entender que “durante la Guerra Civil hay territorios que pasan a formar parte del Bando Nacional y, por lo tanto, la represión ya se inicia en esos lugares”. Tras la victoria, esa violencia se convirtió en un sistema articulado: “el Estado crea un entramado institucional para controlar y reprimir a la población disidente”, explica la historiadora. Su objetivo era doble: homogeneizar y castigar.
A la devastación material de la posguerra se sumaron el hambre, la miseria y un clima constante de miedo a los castigos –prisiones, depuraciones, multas, incautaciones de bienes y embargos– que funcionaban como advertencia colectiva. A esto se le sumó la censura cultural. Todo, subraya Castillo, formaba parte de castigos “ejemplificadores y aleccionadores” para recordar que el control era absoluto. Tras la Segunda Guerra Mundial, la Iglesia adquirió un protagonismo central, no solo en la educación sino también en festividades y actuaciones asistenciales.
“Aquellas mujeres más próximas al régimen y pertenecientes a las clases acomodadas tenían más margen para expresar su descontento”,
Entre los colectivos más vigilados y controlados estuvieron las mujeres, cuyo papel quedó estrictamente definido por el régimen. La imagen de la “mujer ideal” promovida era, nada más que otro sistema de control de la población. El régimen intervino "en todos los ámbitos de sus vidas, en la percepción que tenían las mujeres sobre su propio cuerpo marcó las funciones que estas debían desarrollar a lo largo de su vida y el tipo de comportamientos que tenían que mostrar”, explica Castillo.
La mujer debía cumplir con las tres “labores” que se le imponían: ser ama de casa, esposa y madre. La familia –siendo la unidad principal en la que se basaba el Estado– estaría en armonía si las labores se ejercían correctamente. Para ello, se impulsó un cambio profundo en el espacio asignado a las mujeres. Mediante la “glorificación del hogar", la responsabilidad del ámbito doméstico se presentaba como un privilegio y se otorgaba a la mujer el dominio del espacio. En la práctica, se traducía en relegarlas a lo privado.
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En ese proceso, la Sección Femenina actuó como un “colegio” ideológico, formando y adoctrinando a las mujeres. A través de actividades constantes, del Servicio Social o las asignaturas impartidas en Bachillerato, asegurándose de que cumplieran con el modelo que consideraban como incuestionable.
Para la justificación de esta manera de ser –femenina, sumisa, abnegada y obediente– se apoyaron en "estudios pseudocientíficos". En ellos la mujer se consideraba “un individuo pecaminoso e inferior a nivel intelectual”, señala Castillo. De esa manera se legitimaba que, a nivel legal, fueran tratadas prácticamente como menores de edad.
La legislación las desprotegía
El franquismo no necesitó mencionarlas exhaustivamente en sus leyes, para limitar su vida; le bastó con omitirlas. Como explica Castillo, esta ausencia deliberada generaba una situación de desprotección: al ignorar a las mujeres, el régimen las apartaba del ámbito público. Entre los ejemplos más claros están las leyes laborales que penalizaban a las familias con una mujer trabajadora retirando los subsidios familiares. Más adelante llegaría la Ley de 22 de julio de 1961 sobre derechos políticos, profesionales y de trabajo de la mujer, una norma que “apenas” modificó la situación real de las trabajadoras.
“Las mujeres lograron crearse un espacio en los márgenes de la propia dictadura”
A esta represión legislativa se sumaba una represión cotidiana, principalmente de carácter psicológico, sostenida por instituciones como el Patronato de Protección a la Mujer o centros psiquiátricos. El Patronato, dependiente del Ministerio de Justicia, operaba como un reformatorio. En sus centros –gestionados por congregaciones religiosas femeninas– internaban a chicas de entre 16 y 21 años que no seguían el ideal femenino franquista. Bajo el objetivo de “reconducir a las chicas rebeldes”, las sometieron a estrictas normas de comportamiento y control social.
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La “represión sexualizada”
Hubo formas de castigo que solo se aplicaron a las mujeres, es decir, a un determinado sexo, lo que las especialistas denominan como “represión sexualizada”. Mientras que los hombres sufrían penas de prisión y multas, ellas soportaban además violaciones y castigos ejemplificadores diseñados para humillar y disciplinar públicamente. Las más frecuentes eran raparles la cabeza u obligarlas a barrer la plaza del pueblo ante la mirada de todos.
Frente a un sistema de control tan tenaz, Castillo subraya que “las mujeres lograron crearse un espacio en los márgenes de la propia dictadura”. Algunas colaboraron con la resistencia antifranquista en la clandestinidad; otras se organizaron en movimientos vecinales y, más tarde, en los primeros colectivos feministas. Las mujeres empezaron a compartir sus problemas y como explica Castillo “se daban cuenta de que esos problemas también eran compartidos por otras”. De ese reconocimiento mutuo nacieron pequeñas acciones de apoyo y cambios cotidianos que, en aquel contexto, podrían ser en sí mismos un gesto de desafío. “Trabajar y formarse en esa época también era considerado un acto revolucionario”, resume Castillo.
No todas las mujeres pudieron desafiar al régimen de la misma manera ni con las mismas consecuencias. “Aquellas mujeres más próximas al régimen y pertenecientes a las clases acomodadas tenían más margen para expresar su descontento”, explica la historiadora.
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Nombres propios
Entre esas mujeres está Mercedes Formica, una de las primeras alumnas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla y una de las primeras mujeres falangistas. Su cercanía al poder le permitió denunciar desde dentro la situación legal de las mujeres casadas y promover la reforma parcial del Código Civil en 1958.
Francisca Bosch, vinculada a Acción Católica, se separó de su marido y terminó militando en el Partido Comunista en la clandestinidad. En los años sesenta encabezó el Movimiento Democrático de Mujeres y llegó a ser secretaria política del PCE en Baleares.
Pero si algunas pudieron moverse en esos márgenes, otras pagaron un precio devastador. En el caso de Matilde Landa, militante republicana, quien fue reprimida en prisión y donde terminó suicidándose.
En Euskal Herria, la resistencia adoptó formas propias. La pedagoga Elbira Zipitria fue impulsora de la enseñanza en euskera y fundadora de la primera ikastola en Donostia durante la Segunda República. Compaginó desde muy joven la docencia con el activismo cultural y político.Tras exiliarse en Lapurdi durante la Guerra Civil, regresó a Donostia y aprovechó un resquicio legal –que permitía a los docentes enseñar a menores de nueve años– para organizar clases clandestinas en viviendas particulares desde 1943. En 1946, convirtió su propio piso en una ikastola clandestina y un espacio de formación para nuevas maestras. Su labor creó una red que mantuvo viva la educación en euskera durante décadas, siendo una figura clave para la supervivencia y transmisión educacional.
Estas historias muestran solo una parte de los testimonios sobre la represión. Castillo agradece las investigaciones en las provincias y los estudios micro históricos que revelan la “pluralidad y similitudes” de los discursos, muchas veces invisibles en los archivos oficiales. La diferencia entre lo rural y lo urbano era clara: en el medio rural las mujeres trabajaban y el acceso a la educación era “prácticamente nulo”, aclara Castillo. Para paliar la dispersión, la Sección Femenina creó los planes Cátedras Ambulantes.
La memoria de las mujeres bajo el franquismo sigue siendo, en buena medida, un territorio por recuperar. Como recuerda la historiadora, “que estemos estudiando la historia en perspectiva de género es algo que le debemos al movimiento feminista y a todas esas investigadoras valientes que nos han precedido”. Durante décadas, la historiografía prestó más atención a los grandes acontecimientos políticos que a la vida cotidiana, lo que dejó a las mujeres en los márgenes del relato.
El giro hacia la historia social ha permitido, poco a poco, “ampliar y enriquecer el discurso histórico”, pero la tarea está lejos de haberse completado. La propia historiografía, señala Castillo, tampoco ha incorporado aún la perspectiva de género de forma suficiente. Aunque la sociedad —y especialmente las mujeres— muestra cada vez más interés por entender las desigualdades del pasado. “Las mujeres deben de estudiarse dentro del contexto histórico y no ser simplemente un apéndice más del conocimiento que se genera”, afirma Castillo.
Ese esfuerzo por revisar críticamente nuestro pasado resulta aún más urgente en un presente que, a su juicio, muestra ecos inquietantes del discurso franquista sobre el papel femenino. “Estamos en una situación política complicada”, advierte Castillo. Aunque el feminismo avanza, también lo hacen los discursos machistas. Por eso insiste en que la labor de quienes investigan no puede quedarse únicamente en los archivos: “Tenemos que procurar divulgar nuestros estudios, para que la sociedad sea consciente de dónde venimos y qué situaciones no se deberían de volver a repetir”.
Las investigaciones de Castillo muestran la complejidad de la situación femenina bajo el franquismo, la cual apreció al entrevistar a falangistas y religiosas. Revela que incluso dentro de los modelos oficiales existían “discursos tremendamente contradictorios”. Las mujeres se convirtieron en represoras y víctimas a la vez, pero algunas lograron desarrollarse en los márgenes, contribuyendo a avances sociales que perduran hoy. “Sobre todo, quería hacer honor a todas esas mujeres que nos han criado y protegido y a las cuales no se les ha reconocido su esfuerzo públicamente”, concluye la historiadora.