La célebre frase de “España, antes roja que rota” se le atribuye a José Calvo Sotelo. El por entonces líder de Renovación Española, partido que defendía una monarquía autoritaria, la pronunció el 5 de diciembre de 1935, durante en una sesión parlamentaria, en la que expresaba su temor por el auge de nacionalismos como el vasco y el catalán. Unos meses después, el 13 de julio de 1936, el dirigente derechista fue asesinado por un militante socialista llamado Luis Cuenca. Aquel suceso hizo que Francisco Franco, reacio inicialmente a sumarse a la rebelión militar que desde hacía tiempo se fraguaba para acabar con la República, decidiera sumarse a ella, desencadenando los acontecimientos que culminaron con la sublevación del 18 de julio que dio inicio a la Guerra Civil. Y pese a que esta fue concebida como una cruzada contra los rojos, a Franco, al igual que a su paisano, el también gallego Calvo Sotelo, le inquietaba más el avance de lo que él daba en llamar los “separatismos”, cuyo “fomento libre” situaba entre las causas que desembocaron en el levantamiento armado. Por ello, desde el primer momento, castigó duramente a Euskadi, donde a la acción del pujante movimiento obrero se sumaban las aspiraciones de un nacionalismo con gran implantación social e institucional. Una inquina que se prolongó hasta el final de sus días.

Ya desde la Guerra Civil se pudo comprobar la saña con la que Franco castigó a la resistencia vasca. El máximo exponente de ello es, sin duda, el bombardeo de Gernika. La villa carecía de relevancia estratégica en el plano militar en aquel momento, más allá de la presencia de soldados que se retiraban ante el avance franquista para preparar la defensa de Bilbao. Por tanto, su elección como escenario de la masacre que Picasso inmortalizaría en su monumental cuadro respondía exclusivamente a su fuerte componente simbólico como cuna de las libertades vascas, representadas por el Árbol de Gernika.

Dos días antes de aquel fatídico 26 de abril de 1937, el bando sublevado advertía en un comunicado emitido por radio: “Franco se dispone a propinar un fuerte golpe contra el que es inútil cualquier resistencia. ¡Vascos! Rendíos ahora y se os perdonará la vida”. Lo que nadie podía imaginarse es que un infierno de fuego caería precisamente sobre la villa foral en un lunes de mercado, día en el que acogía a numerosas personas procedentes de los pueblos cercanos. Y es que Gernika fue también el escenario escogido por la Legión Cóndor alemana que apoyaba a Franco para el primer ensayo de guerra total. Fue la primera ciudad destruida sistemáticamente, un precedente de lo que luego ocurriría en la Segunda Guerra Mundial. Se utilizaron más de 30 toneladas de bombas, las primeras de ellas rompedoras, para destruir los edificios. Después cayeron otras incendiarias, para asegurarse de que la devastación fuera total. Como remate a tal muestra de sadismo, los cazas se lanzaron a un vuelo casi a ras de suelo para ametrallar a todo superviviente que intentar huir.

Por si no fuera suficiente, en un alarde más de bajeza moral, el bando franquista proclamó que el incendio de Gernika fue provocado por las fuerzas republicanas. Pero la verdad imperó gracias, en buena parte, al testimonio de George Steer. La crónica que el corresponsal británico realizó para The Times y New York Times permitió que el mundo conociera lo que realmente lo que allí sucedió, desmontando la falacia de los golpistas.

Hubo en la Guerra Civil otros importantes bombardeos sobre objetivos civiles, como el de Durango, perpetrado unas semanas antes –el 31 de marzo de 1937–y que causó también en torno a 250 muertes, o del Otxandio, cometido el 22 de julio de ese mismo año, pocos días después de que cayera Bilbao ante las tropas insurgentes, en el que fallecieron algo más de 80 personas, entre civiles y militares. Acciones también sangrientas e indiscriminadas, pero que nunca alcanzaron la repercusión que, por su simbolismo, adquirió la destrucción de la villa de Gernika.

El pueblo de las viudas

Bizkaia, al ser el último territorio en ceder ante el empuje del ejército de Franco, pagó un alto precio por ello. Pero no fue el único. Todos los herrialdes sufrieron el azote de los sublevados, incluso los que cayeron rápidamente, como es el caso de Nafarroa. Allí, la represión contra todo aquel que apoyara a la República fue brutal y tiene como emblema lo ocurrido en Sartaguda. Allí, en la localidad ubicada en la Merindad de Estella, fueron asesinados 84 hombres, de los cuales estaban casados 65, dejando huérfanos de padre a 135 criaturas. Por ello, se le dio a conocer como el pueblo de las viudas. Por aquel entonces, Sartaguda contaba con una población de en torno a 1.200 habitantes. Las primeras detenciones se produjeron a los dos días de estallar la Guerra Civil y las ejecuciones extrajudiciales realizadas por escuadrones de falangistas y requetés se extendieron hasta bien entrado el otoño. La tasa de 67’6 asesinados por cada 1.000 habitantes la convirtió de largo en la población navarra con un mayor índice de represaliados.

Además de las pérdida de vidas humanas, del encarcelamiento que durante años padecieron muchos luchadores del bando republicano y del exilio al que se vieron condenadas miles de personas, entre ellas los célebres niños de la Guerra que se criaron en países como Bélgica, Reino Unido o la Unión Soviética, Euskadi también fue víctima de un castigo político una vez Franco se alzó con el poder. El dictador estableció diferencias y reprendió la resistencia exhibida en Bizkaia y Gipuzkoa, declarándolas como “provincias traidoras” y privándolas de su régimen foral y del Concierto Económico. En cambio, se mantuvieron en Araba y Nafarroa como premio a su rápido alineamiento con los golpistas.

A partir de ahí, vendrían cuatro décadas en los que Euskal Herria sufriría una férrea y constante represión en todos los ámbitos. Se sucedieron los estados de excepción, muchos vinculados a protestas convocadas por los movimientos obreros. Bizkaia fue escenario de la primera gran huelga general del franquismo en mayo de 1947, centrada fundamental en la siderurgia de la Margen Izquierda. Con los años, las movilizaciones fueron ganando en frecuencia e intensidad, alcanzando uno de sus puntos álgidos con la Huelga de bandas, la más larga de la dictadura. Aquel conflicto laboral en la fábrica Laminación de Bandas en Frío de Etxebarri duró 163 días, de noviembre de 1966 a mayo del 67 y levantó una ola de solidaridad, con paros en otras empresas como La Naval y Euskalduna y manifestaciones duramente reprimidas por la Policía Armada.

Proceso de Burgos

El franquismo se encaminaba a su final, pero no estaba dispuesto a aflojar la presión. La actividad armada de ETA llevó a que la endureciera, abriendo en 1970 un Consejo de Guerra a 16 activistas, seis de los cuales fueron condenados a muerte. Entre ellos estaban figuras que, finalizada la dictadura, tendrían un papel destacado en la política vasca, como Mario Onaindia, Teo Uriarte o Jokin Gorostidi. Lejos de ser una muestra de fortaleza del régimen, el Proceso de Burgos marcó el principio de su fin. Aquel juicio despertó una inusitada reacción popular que derivó en una presión internacional, con marchas de protesta contra la España franquista en muchos países europeos. Ello obligó al dictador a conmutar las penas capitales por prisión.

Por aquel entonces Franco ya sufría de forma evidente los efectos del Parkinson, pero ni siquiera en los últimos días de vida aparcó su crueldad. Gravemente enfermo y apenas dos meses antes de su fallecimiento, firmó sus últimas sentencias de muerte. Entre los cinco ejecutados se encontraban dos militantes vascos de ETApm, Juan Paredes Manot Txiki y Ángel Otaegi, fusilados el 27 de septiembre de 1975. Aquellas muertes, que tanta indignación popular provocaron, avanzaron la propia defunción de un régimen que, de principio a fin, tuvo a Euskadi como objetivo prioritario de su brutal represión.