n una de sus 21 lecciones para el Siglo XXI el ensayista israelí Yuval Noah Harari nos advierte de los riesgos de creer que conocemos cosas tan complejas como, por ejemplo, cómo funciona nuestro mundo. Y nos los dice directa y crudamente: “Sabes menos de lo que crees”. Individualmente cada uno de nosotros sabe muy poco y confiamos en el conocimiento del grupo: por eso aceptamos la maravilla de que las cosas funcionen. Nadie tiene todo el conocimiento necesario para construir desde cero un smartphone o un avión o un servicio de sanidad moderno y hacer que funcionen.

Por eso confiamos en que hay personal sanitario y gestores de hospitales y agricultores y pescadores y expertos en distribución de productos de primera necesidad o en mantenimiento de redes eléctricas, informáticas o de saneamiento y tantas miles de otras especialidades que acumulan un conocimiento sin el que nuestra sociedad se vendría rápidamente abajo.

Reconocer que cada uno de nosotros sabemos poquito es el primer paso para empezar a construir juntos algo que merezca la pena. Esta lección de prudencia y de modestia nos debe ayudar ahora que todos creemos entender los innumerables elementos que se interrelacionan en cada decisión que nuestros responsables públicos deben tomar. Y más ridículo: que habríamos sabido cómo evitar errores y que sabemos sin duda cómo hacerlo mejor. Y si se es comentarista, político o parlamentario esta prudencia debería, por responsabilidad, redoblarse en lugar de diluirse en una mal entendida obligación de disparar a cada rato, sin importar la puntería, sepamos o no dónde está colocada la diana, tengamos o no algo constructivo que aportar. La cuestión es que el eco de la detonación demuestre que aquí estamos. El ruido como medidor del valor de mi aportación.

Me han venido estas cosas a la cabeza tras ver el encuentro, por darle un nombre, parlamentario de control, por darle otro nombre, al gobierno de esta semana.

A poco que recordemos algo de secundaria, sabemos que para hablar de los límites de nuestro conocimiento o de la inmensidad de nuestra ignorancia debemos remitirnos a la Apología de Sócrates.

Recuerda Sócrates que alguien le ridiculizó al citarle “diciendo mil otras extravagancias sobre cosas de las que no entiendo absolutamente nada; y al decir esto no es que menosprecie esta índole de conocimientos, siempre que haya quien sea en ellos entendido”. Y pienso si puede haber cita más actual.

“No había uno que, por sobresalir en su arte, no presumiese de entender de todo lo demás, incluso de las más graves materias, y este defecto los perdía. Echaban a perder todo lo que sabían con todo lo que creían saber”. Aquí alguna de las intervenciones del jueves, más propias de un debate de cadena privada que del ámbito parlamento, vienen a la memoria, por la facilidad con la que se dan a veces recitales de simplismo aplicados a problemas complejos.

Dejo para el final la cita más necesaria de esa Apología, que es como una buena película de juicios pero en mejor. Cuando visita Sócrates a aquel hombre “que pasaba por sabio a los ojos de casi todos los hombres, sobre todos a los suyos, y que no lo era. Puede que ninguno de los dos sepamos nada de bello ni de bueno; pero él cree que sabe algo. Paréceme, pues, que soy algo más sabio, cuando menos en que yo no creo saber lo que no sé”.

Apología de Sócrates, de Platón. Hace 2.500 años y Atenas. Pero podía haber sido este jueves pasado y Vitoria.