Poco más de año y medio ha tardado Pedro Sánchez en pasar de desahuciado político a presidente del Gobierno, de perderlo todo por negarse a facilitar la investidura de Rajoy a llegar a la Moncloa con una moción de censura planteada a modo de plebiscito: “Rajoy, sí o no” y esta vez salió no. Sánchez ha ganado la revancha del no a Rajoy con uno de esos golpes de suerte que nunca han faltado en su carrera, en uno de esos quiebros, audaces para unos y temerarios para otros, que le dan longevidad política. Porque hasta hace una semana el nuevo presidente del Gobierno era un líder desaparecido, que caía en las encuestas y no conseguía que el PSOE despegara como alternativa clara al PP.

Con el apoyo de la izquierda, de independentistas catalanes y nacionalistas vascos, valencianos y canarios, ayer Sánchez alcanzó el objetivo para el que lleva preparándose mucho tiempo y ya es el séptimo presidente de la democracia. Tendrá que serlo en las condiciones más difíciles: un grupo parlamentario de solo 84 diputados, una mayoría absoluta del PP en el Senado y una Mesa del Congreso controlada por las derechas (PP y C’s), como le gusta decir.

Carrera de obstáculos Pero los últimos cuatro años han sido para él una carrera de obstáculos, porque quizá Sánchez es el político que mejor ejemplifica la convulsión de la historia más inmediata de España. Su partido le eligió en 2014 para relevar a Alfredo Pérez Rubalcaba y levantar un partido aturdido por los sucesivos batacazos electorales y en el que sus electores habían perdido la confianza. Sánchez llegó al liderazgo del PSOE tras derrotar en primarias a Eduardo Madina y José Antonio Pérez Tapias, impulsado por el poderoso sector que lideraban, entre otros, Susana Díaz y el socialismo andaluz.

Él sostiene que respondió al reto evitando el sorpasso de Podemos, aunque sus adversarios le afean haber obtenido, las dos veces que ha pasado por las urnas, en 2015 y 2016, los peores resultados de la historia de su partido. Desde 2014 Sánchez ha vivido más de una docena de procesos electorales, un cambio intenso en el panorama político español y un sin fin de deslealtades y guerras internas que acabaron con su dimisión forzada como secretario general del PSOE en un aciago Comité Federal el 1 de octubre de 2016 y con su renuncia al escaño días después. Sánchez cayó derrotado por un sector crítico que prácticamente le había maniatado en las negociaciones postelectorales y cuyos líderes, buena parte del aparato del partido y barones con mucho peso bajo el liderazgo de Susana Díaz, coincidían en buena medida con quienes le habían aupado dos años antes.

Lo perdió casi todo en esa apuesta, pero logró levantarse y con su famoso “no es no” a Mariano Rajoy volvió a recuperar las riendas del partido en las primarias que ganó hace un año -venciendo a las candidaturas rivales de Susana Díaz y Patxi López- con la bandera de la izquierda y la España plurinacional, impulsado por las bases y repudiado por buena parte del aparato y por los notables de su centenario partido.

Después, con el desafío secesionista de Catalunya, pasó a ser el apoyo necesario para aplicar el 155, con lo que volvió a hacer visible al PSOE como el partido de Estado que siempre fue, enarbolando en los últimos tiempos un discurso llamativamente duro contra el independentismo catalán que le valió los halagos del propio Rajoy no hace demasiado tiempo.

Un giro inesperado El PSOE y Pedro Sánchez luchaban contra la irrelevancia reflejada en unas encuestas que situaban el foco político en una pugna entre el PP y Ciudadanos, lastrado también por la ausencia de Sánchez del Congreso que le impedía ejercer de forma visible como líder del principal partido de la oposición. Y esta irrelevancia del PSOE y de su candidato desaparecido dio un giro inesperado en menos de 24 horas tras conocerse la sentencia del caso Gürtel.

Sánchez, con sus colaboradores más próximos, consideró que al PSOE no le quedaba otra opción que presentar una moción de censura contra Rajoy, pese a haberla rechazado en ocasiones anteriores. No entraba en su hoja de ruta, no se cansa de repetir. El núcleo duro de la dirección del PSOE, tras sopesar pros y contras, llegó a la conclusión de que dar un paso adelante era un win-win, es decir, una acción que tendría consecuencias positivas tanto si prosperaba como si no. De salir adelante, proporcionaría al PSOE la plataforma del Gobierno, desde la que podría adoptar medidas de carácter social que podrían ser premiadas posteriormente por los ciudadanos con su voto. Y si fracasaba la moción, habría proyectado a Sánchez como alternativa de Gobierno en un momento en que el líder socialista tenía dificultades para atraer la atención por su ausencia del Congreso.

Pero en el PSOE, a pesar de que nadie ha discutido la necesidad de presentar una moción de censura, no todo el mundo comparte cómo hicieron las cosas Sánchez y su equipo. Varios diputados del grupo parlamentario creen que los apoyos a la moción deberían haberse negociado de manera previa a su registro y haber hecho mayores esfuerzos por que saliera con el respaldo de Ciudadanos. El hecho de que la moción salga adelante con los apoyos de los partidos independentistas causa vértigo en el seno del partido porque nadie sabe con certeza si supondrá una hipoteca demasiado costosa para la formación.

Incluso aquellos diputados con más dudas sobre la operación empiezan a ejercer lo que llaman “patriotismo de partido” en la confianza de que haber conseguido desalojar a Rajoy de la Moncloa, después del coste que supuso permitir su investidura, sea bueno para sus expectativas electorales.

Definido por quienes le conocen como persistente, trabajador, enérgico, seguro de sí mismo, el séptimo jefe del Ejecutivo de la democracia será un presidente atípico, el primero que no votará sus propias leyes porque no es diputado. Todo apunta a que las circunstancias determinarán la duración de su Gobierno, pero hasta el momento el “no es no” sigue sustentando su relato y ha demostrado que a él las dificultades le hacen crecer.