Vivimos en la era de lo políticamente correcto. Este nuevo corsé postmoderno se extiende incluso al uso de un lenguaje cada vez más rebuscado, a riesgo de acabar resultando esperpéntico o casi, con perdón, un poco ridículo.
Primero fue la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, quien en su momento generó una polémica al aludir a “miembros y miembras”. La polvareda levantada ayudó poco al desarrollo de la verdadera igualdad de género, la relativa a una cuestión de justicia social. Y tampoco lo ha hecho la generada recientemente en torno al concepto de “portavoza”. Ese gran maestro que fue Lázaro Carreter, con sus “dardos en la palabra” ya venía a señalar la idea, que comparto plenamente, de que los pares “ciudadanos y ciudadanas”, “vascos y vascas”, “compañeros y compañeras” viene de la mano de un ánimo reivindicativo que mueve cada vez a más personas (y particularmente a de la clase política) a arrebatar al masculino gramatical la posibilidad, común a tantas lenguas, de que funcione despreocupado del sexo y designe conjunta o indiferentemente a varón y mujer.
Tal insistencia provoca una ralentización del discurso y un cierto tedio mediático. Y que la defensa de la verdadera igualdad no viene a través del lenguaje, sino de la mano de un proceso de reeducación social, de superación del carácter patriarcal de nuestra sociedad, de la consideración de la violencia machista como un problema público, que debe superarse con más medios preventivos, con más medios para la justicia y asumiendo que el lenguaje, la palabra, debe trasladar un mensaje, no un mero envoltorio o etiquetado pleno de eufemismos y de retórica hueca.
Cosa distinta es el machismo insoportable que se manifiesta en otros planos sociales. Como hombre, como ciudadano y como padre me siento interpelado por la secuencia insoportable de asesinatos, agresiones, abusos sexuales machistas y toda una cadena de actitudes inaceptables que suman escalofriantes datos a una intolerable lista de mujeres víctimas. Siento impotencia y enfado al no ser capaz de encontrar la fórmula social que permita frenar esta barbarie.
Sé lo que el discurso oficial dice que debemos hacer. La educación es clave. Y dentro de ella los valores que recibimos y trasladamos a nuestros hijos e hijas son la clave. Como en otros planos sociales, no podemos descargar la responsabilidad de algo tan importante para la convivencia en sociedad solo sobre nuestro sistema educativo. O tal vez mejor expresado: debemos entender que formamos un eslabón clave, el más importante, en ese sistema educativo.
También sé que lo políticamente correcto es convocar concentraciones de repulsa y aplaudir como gesto de solidaridad al terminar la misma. Ya sé que este tipo de rituales socio-políticos son seguramente necesarios y que igual acaban calando en la sociedad, pero no me parece ni lo más importante ni lo más urgente. Las cosas, las desgracias, los dramas, el miedo, la vigilia nerviosa y huidiza, el temor, el dolor, la pérdida de la dignidad y la vida les ocurre a mujeres con nombre y apellidos, con una historia vital y con un energúmeno detrás que destroza su vida, cosifica a esa mujer, se apropia de su vida y se erige en tirano y dueño de la misma bajo el poder de la fuerza del miedo. Por desgracia, esta lacra social permanece y sus macabras cifras se consolidan cada año e indican una desgraciada inercia de crecimiento sostenido. ¿Qué más cabe hacer, cómo mejorar el sistema que articula la ley integral contra la violencia de género?; ¿cómo lograr que este grave atentado contra dignidad e integridad física y moral de la mujer cese?; la violencia contra las mujeres supone una flagrante violación de los derechos humanos, es un problema político y social muy complejo y para su erradicación es necesario intervenir en muchos y diferentes ámbitos. La violencia machista debe considerarse como un intolerable e inadmisible ejercicio de poder y de control de los hombres contra las mujeres. Ojalá entre todos logremos frenar este intolerable drama.