Cualquier profesional con un mínimo de dignidad se abochornaría si desde una instancia superior se le amonestase por una práctica deficiente de su oficio. La alta magistratura española, no. Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional y Consejo General del Poder Judicial ni se inmutan. Tienen tan claro que deben actuar por impulso político y en sumisión al poder ejecutivo, que ya dan por amortizado el varapalo que les vaya a llegar lustros después, cuando ya nadie se acuerde de quiénes fueron los incompetentes, los sumisos que quizá para cuando llegue el garrotazo europeo ya están jubilados, o muertos, o han llegado a ministros.

Los reiterados correctivos que a la Justicia española le llegan desde los tribunales europeos deberían, al menos, obligar a una profunda reflexión a los profesionales de la toga y las puntillas que imparten sentencias clamorosamente incorrectas cuando se trata de juzgar temas, dicen, “de Estado”. Esos magistrados suelen llegar a tan elevada posición profesional, política y económica demasiadas veces gracias a su docilidad y a los mutuos favores prestados; por eso cada vez sorprende menos que sus sentencias sean enmendadas por tribunales europeos, independientes y profesionales. Y ello teniendo en cuenta que son muy escasos los recursos que llegan a Estrasburgo, ya que cualquiera no tiene medios, ni posibilidades, ni audacia para recorrer tan elevada instancia jurídica.

Esta semana ha sido noticia la condena de la Sala Tercera del Tribunal Europeo de Derechos Humanos al Reino de España por el trato “inhumano y degradante” infligido por agentes de la Guardia Civil a Igor Portu y Mattin Sarasola tras su detención como autores del atentado a la T-4 de Barajas, en el que resultaron muertos dos ecuatorianos. En esa Corte europea no se trataba de juzgar la catadura moral de los dos activistas, que no solamente provocaron cuantiosos daños materiales y personales irreparables, sino que además dieron al traste con el proceso negociador que progresaba en Loiola. En Estrasburgo se valoraron las sucesivas sentencias absolutorias a los agentes policiales que literalmente molieron a golpes a los dos terroristas detenidos. En efecto, la sentencia inicial de la Audiencia de Gipuzkoa fue condenatoria para los cuatro guardias civiles acusados de “torturas graves y lesiones”. Inmediatamente, esta sentencia fue recurrida, y el Tribunal Supremo la invalidó apelando al siempre recurrente argumento de que la denuncia de torturas estaba en el manual de ETA para sus detenidos. Argumento, por supuesto, asumido posteriormente por el Tribunal Constitucional para ratificar lo determinado por el Supremo.

Ha llegado el tribunal de Estrasburgo y ha decidido que ese argumento no vale. Más aún, la reprimenda de la justicia europea a la española no se ha limitado a ratificar las sentencias anteriores, que la amonestaban por no investigar las denuncias de torturas presentadas por detenidos. Estrasburgo ha dado un paso más y esta vez considera probado el “trato inhumano y degradante” ejercido por los agentes que debían responder de los detenidos.

El chaparrón profesional que debería caer sobre la más alta magistratura española después de este sopapo quedará en pura anécdota porque inmediatamente se han puesto en marcha los mecanismos de defensa españoles ante uno de los casos considerados “de Estado”, como es el de la tortura y el trato a los detenidos en relación con ETA. Es de destacar la reacción de los principales medios de comunicación españoles en estos casos, relegando la información sobre la sentencia de Estrasburgo a páginas interiores, disimulándola gráficamente y aminorando su efecto destacando que el tribunal europeo no reconoce “torturas” en el caso.

A apagar este mismo fuego, sin ningún recato, acudió el ministro de Justicia, Rafael Catalá, insistiendo en que “no ha habido torturas, sino otro tipo de situaciones (¿?) que justifican las indemnizaciones”; pero tranquilos, que esos 50.000 euros a abonar por el Estado a los dos detenidos no se iban a pagar, sino a descontárselo a ellos de los daños producidos por el atentado. Con mayor desfachatez aún, el ministro se felicita por el buen funcionamiento de las garantías y de defensa de los derechos que supone la sentencia europea. Hace falta cara dura.

En España no se quiere llevar a debate el tema del trato a los detenidos, y no porque les provoque sonrojo a los altísimos profesionales de la magistratura con sus togas, sus puñetas, sus insignias y sus condecoraciones, sino porque reconocer que pudieran ser ciertos los 4.113 casos de tortura denunciados en el informe del Gobierno vasco entre 1960 y 2004 afecta de lleno a la credibilidad jurídica del Estado español. La tortura, ese tema “de Estado” que cuando el diputado jeltzale Aitor Esteban interpela por él a Mariano Rajoy recibe la respuesta con uno de sus trabalenguas: “Será mucho más útil para consolidar los tiempos mejores que se están viviendo en el País Vasco que usted y yo no entremos en cosas que, al final, son propias de lo que usted está pensando que son”. ¡Hace falta cara!