Tras los últimos episodios de injustificable, inadmisible y tristemente mortal violencia urbana las redes sociales han amplificado un movimiento de rechazo hacia “cualquier persona que llegue a Euskadi”, seguido sin más preámbulos de queja contra las personas inmigrantes y su condición de potenciales perceptores de la RGI.
El inasumible tono de la campaña permite atisbar un cierto rebrote del discurso político proteccionista y xenófobo dando continuidad así a los de debates que proponen una especie de “jerarquización” entre los destinatarios de los servicios sociales y sanitarios prestados en Euskadi. Es un tema siempre espinoso, nada fácil de gestionar en el día a día del responsable público y sobre el que es siempre es más fácil opinar que actuar.
En todo este contexto cobra fuerza social otro discurso adicional acompañado de la exigencia de que los extranjeros que llegan a nuestra tierra se olviden de sus raíces y asuman de forma obligatoria las costumbres y los modos de vida de la sociedad que les acoge. Es un planteamiento que se muestra falaz, populista y que podría simplificarse bajo una premisa de mínimos, que no tiene nada que ver con las ocurrencias de políticos bajo el síndrome de electoralismo galopante: si el extranjero (y particularmente el musulmán) quiere que su religiosidad sea respetada debe a su vez aceptar los usos del país de acogida.
Ello supone aceptar por ellos que ciertas prácticas como la poligamia, el repudio, la ablación, las formas de discriminación de la mujer o la imposición de matrimonios no son admisibles desde una óptica de protección de los derechos fundamentales. Y cuando hablamos de Derechos Humanos no existe una “occidentalización” de los mismos ni una supuesta supremacía de los valores de nuestra civilización: los derechos humanos han de ser los mismos en Kabul o en Berlín, en Damasco que en Roma.
No se trata de defender lo nuestro como algo mejor o superior que lo foráneo. La barrera, la frontera a la aplicación de esas prácticas debe situarse en la exigencia del respeto a la dignidad de la persona y debemos excluir toda forma de discriminación amparada en supuestas inercias históricas o culturales. Fuera y también dentro de Euskadi hay reacciones políticas teñidas de electoralismo y que suponen además un ataque frontal a los principios más esenciales de la dignidad humana. ¿Cómo puede ser considerado como delincuente una persona por el mero hecho de atravesar una frontera buscando salvar su vida, o simplemente en busca de un mejor futuro?
Con frecuencia hablamos de tolerancia y de diálogo intercultural y sin embargo se levantan por todas partes del mundo nuevos muros y murallas que separan más de lo que supuestamente protegen. La entrada de inmigrantes sin control perjudica al conjunto de extranjeros en su consideración social y en sus oportunidades de trabajo. Ellos son los primeros perjudicados al ser explotados por mafias, trasladados con graves riesgo para sus vidas y con dificultades infranqueables para su plena regularización administrativa.
El segundo debate, el de la integración social de los inmigrantes, es incluso más complejo que el del control: no hay recetas mágicas. Basta comprobar que ni el modelo francés de asimilación (más generoso en conceder la nacionalidad pero que defiende una mayor uniformidad cultural, como se aprecia por ejemplo en la prohibición del velo islámico), ni el modelo inglés, más tolerante con las diferencias, y “multicultural” han evitado que el problema altere gravemente la vida ciudadana y la convivencia en paz social.
¿Cuál podría ser una vía razonable? Los inmigrantes deben respetar las leyes del Estado que les acoge, cumplirlas como ciudadanos: se integran en una sociedad, que tiene sus reglas escritas y no escritas. Y los anfitriones debemos cumplir como obligación básica con el respeto a la diferencia. Solo si logramos conciliar ambos extremos podremos avanzar en la dirección correcta. Convivir es aceptar, respetar y valorar en positivo la diferencia, sí, pero exige un esfuerzo de adecuación a la sociedad en la que vives y que te acoge.
La identidad de las naciones es más fuerte cuanto más apueste por ser abierta, integradora y respetuosa con sus diferencias interiores, porque una nación cívica debe basar su fuerza en una concepción inclusiva de la identidad, como sociedad de ciudadanos, que valora su pluralismo interno y su complejidad social. Éste es también un reto, todavía incipiente, en nuestra sociedad vasca.