Cuando la anterior mayoría independentista hizo en setiembre de su capa un sayo con las leyes del Parlament, la centralita de la sede del PP en la madrileña calle de Génova se bloqueó. Las interminables llamadas de votantes del Gobierno Rajoy clamaban indignadas por la exigencia de mano dura contra los rebeldes sin gestos timoratos y, en su coletilla ?nal, pedían a la telefonista que el partido tomara buena nota del verbo implacable de Ciudadanos como modelo a seguir. El PP hizo tanto caso a los peticionarios que quemó la junta de la culata por esforzarse en atender las peticiones. Fue así como permitió una desaforada represión policial en los colegios del referéndum ilegal del 1-O y desató la indignación del sentimiento catalanista agraviado por la aplicación del artículo 155. Conclusión: Catalunya se le atraganta al PP y muy posiblemente a la inmensa mayoría de sus a?liados cuando abordan -generalmente presos de la emoción visceral- cuál debería ser el modelo de convivencia con las denominadas comunidades históricas. Son dudas que las acaban pagando muy caras como le ha ocurrido con ese doble desprecio que suponen su humillante derrota como partido menos votado y, sobre todo, la victoria de su mayor rival. ¿Acaso Ciudadanos no es tan intransigente como el PP con los indepes? ¿No es Albert Rivera adalid del nuevo revisionismo centralista? ¿Suena más españolista el discurso de Inés Arrimadas al oído del antinacionalista catalán? Entonces, ¿cómo se explica su fulgurante ascensión sin rasguños de por medio mientras los populares se disponen a quemar en la hoguera a su enésimo candidato? En Génova saben la respuesta -en el fondo todo se reduce a la suma de errores-, pero pre?eren refugiarse en el silencio de su propio caparazón, mirarse al dedo del necio en lugar de a la luna como el sabio. Justo ahora que es tiempo de apuestas ocurrentes y hasta intrépidas desde la sensatez, de análisis con luces largas para escenarios enfangados por el inmovilismo, el PP reduce toda su ocurrencia al peso de la ley, al refugio de los tribunales y a la búsqueda de otro líder dispuesto a que le partan la cara política mendigando siquiera un minuto de gloria mediática desde la ultratumba de un modesto subgrupo en el Parlament. Así, hasta la inanición. Catalunya, que no la corrupción, puede poner a Rajoy contra la espada y la pared.
El presidente sabe que resultará insoportable para la visualización de su mandato el permanente ruido del independentismo, jalonado por las inevitables decisiones judiciales, las acometidas parlamentarias sin descanso de la mayoría soberanista y la seria amenaza de una convivencia comprometida por una sociedad partida en dos, mucho más allá de la broma (?) de Tabarnia. Simplemente el encarcelamiento de un investido Carles Puigdemont dinamitaría la paz social más allá de as?xiar los valores democráticos de España a los ojos internacionales y, en especial, de la Unión Europea. Otra cosa bien distinta sería el efecto boomerang de un hilarante gobierno telemático desde Bruselas que provocaría una abierta carcajada despectiva hacia quienes apuestan por la independencia de Catalunya.
Hasta entonces, Rajoy busca cómo recuperar el pulso perdido abrazándose a una precipitada ronda de contactos que no se ha iniciado con el primer partido de la oposición ni con la ganadora de las elecciones del 21-D. Pero se ha tratado de un encuentro nada ocasional. El diálogo preferente con el líder de Ciudadanos refuerza para muchos la apuesta inequívoca por esa idea centralizadora de España de los principales partidos del centroderecha, que minimiza las limitadas esperanzas de quienes aún anhelan la posibilidad de abordar durante esta legislatura la cuestión territorial dentro de la reforma pendiente de la Constitución. Y al fondo, los ecos de esa desmedida exigencia del PP -el PSOE le acompaña en el desatino- para que Arrimadas fracase al explorar en el vacío un Govern sin apoyos, olvidándose al proponerlo de aquella sonora displicencia de Rajoy hacia el rey Felipe VI tras ganar las elecciones en junio de 2016. Un mano a mano en Moncloa con ese Rivera exultante tras el triunfo electoral, el intencionado espaldarazo de Aznar-FAES con bofetada incluida al PP y la expresa tributación del Madrid mediático. Para el presidente, -¿qué es de Soraya Sáenz de Santamaría?-, un encuentro a la búsqueda desesperada de oxígeno para un Ejecutivo que encara agazapado la vuelta a la actividad parlamentaria y obsesionado sobremanera por la suerte de unos Presupuestos sin que la vigencia del 155 le permita llamar por teléfono al PNV. Desde luego, qué uvas tan amargas desde la soledad.