gasteiz - La Secretaría General de Derechos Humanos, Convivencia y Cooperación del Gobierno Vasco y el Instituto de Derechos Humanos Pedro Arrupe de la Universidad de Deusto presentaron ayer el Informe sobre el impacto de la política penitenciaria de alejamiento en las familias de las personas presas, un trabajo que arroja datos cuantitativos, y principalmente cualitativos, sobre el efecto de la dispersión en el entorno de los presos de ETA. De entre las conclusiones de dicho trabajo, encargado por el Ejecutivo al Instituto Pedro Arrupe en 2016 y que recoge los testimonios de 17 familiares de presos, destaca las idea de que el alejamiento de Euskadi “no es compatible” con la reinserción de los reclusos.
Así, el documento recomienda el abandono de la política de dispersión y el retorno a un tratamiento individualizado de cada recluso para favorecer ese retorno normalizado a la sociedad. “Las personas presas no pueden ser personas aisladas, sino que deben mantener una conexión con la sociedad a la que siguen perteneciendo y a cuyo espacio público retornarán una vez que hayan cumplido su condena. Este es, precisamente, el fundamento de la reinserción. Sus familias son el principal hilo conductor, el lazo más fuerte que los vincula con lo que son y con lo que serán”, señala el texto.
Al margen del coste psicológico y económico, y del riesgo físico que supone para las familias realizar en algunos casos más de 2.000 kilómetros en un fin de semana, el preso acaba presentando síntomas de desarraigo, señala el informe, al estar en contacto únicamente con su núcleo más cercano, y de forma muy restringida. De hecho, el texto remite visitas abortadas por traslados no comunicados, a veces incluso la familia veía al entrar a la prisión el furgón en el que salía su familiar.
También se dan casos como la coincidencia de un vis a vis íntimo con el encuentro familiar en el mismo fin de semana, lo que implica renunciar a estar a solas con la pareja, o a que los hijos puedan a ver a su madre o padre; o bien viajar con alguien que se ocupe de los menores durante los encuentros íntimos. “Mucha gente se me ofrece, pero, ¿a quién le puedo pedir sinceramente que viva esta condena conmigo? Si no fuese por la solidaridad de particulares que en Madrid, Valencia o Castellón me han ofrecido sus casas, no podría organizarme. Nunca podré pagárselo”, afirma uno de los entrevistados.
Muchos de esos niños y niñas comienzan los viajes como una aventura, cuando son más pequeños. Con el paso de los años surgen sentimientos de rabia y rechazo, o de estar sometido a una especie de castigo, hasta el punto, se narra en un testimonio, de que a los 13 años una chica decidió dejar de ver durante más de un año a su padre. Entre otras cosas, también porque las visitas a la cárcel le impedían desarrollar la socialización que, de hecho, debería transmitir a su progenitor, como nexo que es entre el preso y su entorno. También, señala el informe, existen problemas para mantener el contacto cuando los familiares empiezan a ser demasiado mayores para viajar, o cuando tienen problemas graves de movilidad o dependencia.
Del análisis de todos estos testimonios, el informe extrae la conclusión de que “la dificultad de mantener una relación presencial con determinadas personas del entorno de la persona penada” supone la “pérdida del capital de relaciones correspondiente”.