Conforme voy haciéndome mayor, más me duele el dolor ajeno. Me producen especial desolación los atentados, porque quienes caen víctimas de uno se ven, de golpe y sin haber hecho nada para merecerlo, privados de su bienestar, su salud o su vida, y no por accidente. No dejo de pensar en los familiares, personas a las que de repente las llama alguien, quizás un cargo público, quizás un funcionario, para decirles algo que los puede hundir de por vida. No quiero ni imaginar una situación así.

Los atentados, además, se hacen en nombre de una causa, de un bien superior, de una entelequia por tanto. En nombre de alguna causa han matado a mucha gente; en Euskadi lo sabemos muy bien, durante casi medio siglo centenares de personas fueron asesinadas y miles convertidas en víctimas en nombre de una causa. En la historia de la humanidad ha habido millones de asesinatos y de muertos por diferentes causas: Tierra Santa, la verdadera fe cristiana, la república, el rey, la patria, la sociedad sin clases, la Yihad u otras.

Puedo quizás entender que alguien dé su vida por una causa, pero no puedo aceptar que alguien asesine en su nombre. En realidad no puedo aceptar que nadie asesine por ninguna razón, salvo una, pero creo que la peor razón de todas es esa, una causa. Nadie, bajo ninguna circunstancia que no sea la defensa de la propia vida puede quitar la vida a nadie; nadie está legitimado para hacerlo; el derecho a vivir es el derecho supremo. Pero además, quien mata por una causa lo hace porque está en posesión de la verdad; la suya no es una más, es “la causa”; es tal el desprecio que siente por sus semejantes que, de hecho, para él no lo son, porque se arroga el derecho a matarlos, la legitimidad para quitarles su bien más preciado.

Anteayer una docena de personas o más murieron y un centenar resultaron heridas -varias de ellas de extrema gravedad- en un atentado terrorista. Quienes acabaron con la vida de esas personas lo hicieron, según todos los indicios, por una causa, por una verdad, por un credo. Ese credo es el Islam. Es cierto que no debemos identificar a todos los musulmanes con los fanáticos islamistas. Pero no me basta con decir eso.

Un atentado como el de las Ramblas no se cometió en nombre de la “religión”, se cometió en nombre de una fe en concreto. Conviene precisar esto, porque si se pide que no atribuyamos a todos los seguidores de Mahoma la misma condición siniestra de los terroristas, con más razón hay que exigir que no se atribuya la responsabilidad a quien no la tiene bajo ninguna otra consideración. Y el resto de quienes profesan alguna otra religión nada tienen que ver con esa barbarie. No, el atentado de ayer NO se cometió en nombre “la religión”.

Los países en los que el Islam es la religión mayoritaria se han demostrado incapaces de acceder a la Modernidad. No han sido capaces de instaurar de forma estable y duradera regímenes en los que el respeto a los derechos humanos sea la condición básica y fundamental de la convivencia política. No vale invocar el colonialismo o el trato dado por occidente en el pasado. Por similares situaciones han pasado muchos otros países y no han evolucionado de la misma forma. Es más, los países que financian el terrorismo son países muy ricos; no se pueden esgrimir la opresión y el sojuzgamiento como motivaciones de una acción liberadora desesperada. Lean a Ayaan Hirsi Ali.

Y por último, repetiré algo que no por dicho miles de veces hay que dejar de decir. Los responsables de los atentados son quienes los cometen, los inspiran y los financian. No somos los que, en una tarde de agosto, de visita en Barcelona, queremos disfrutar de los pequeños placeres de la vida: mirar el mar desde la Barceloneta, pasear por la Ramblas contemplando el ir y venir de la gente, comer un helado tras dar una vuelta por el parque Güell, o salir de copas por la noche. No, nadie de quienes disfrutamos de las pequeñas cosas de la vida de esa forma somos culpables de nada. Tenemos derecho a esas pequeñas cosas porque es nuestra vida y hemos de poder hacer con ella lo que nos plazca si al hacerlo no perjudicamos a los demás. Hablo en primera persona porque soy muy consciente -y creo que deberíamos serlo todos- de que cualquiera de nosotros podría haber sido asesinado anteayer. Todos somos sus enemigos, porque todos, disfrutando en paz de nuestros pequeños placeres y sin una causa por la que matar, representamos lo que más odian los fanáticos: la libertad que nos permite disfrutar, entre otras, de esas pequeñas cosas.

Cada vez me afecta más la desgracia ajena; cada vez me duelen más los atentados y los muertos en los atentados. Cuando sé de un atentado como el de anteayer me entra una congoja terrible. Debe de ser cierto que la edad ablanda. Cada vez que pasan cosas como lo que ocurrió en jueves en Barcelona me acuerdo de Will Munny, el expistolero protagonista de Sin perdón, la película de Clint Eastwood, cuando le dice al joven pistolero que “cuando matas a alguien, no solo le quitas todo lo que tenía, también le quitas todo lo que podría llegar a tener”.