Había morbo. No se puede negar que había cierta expectativa de ver cómo se desenvolvía el presidente Mariano Rajoy ante el tribunal que juzga el caso Gürtel. Aunque fuera como testigo, lo de comparecer ante un juez no es plato de gusto.

Quizá la primera conclusión que queda es que, precisamente por eso, el propio presidente del tribunal -el magistrado Ángel Hurtado- era muy consciente del morbo y se empeñó en que no se le fuera de las manos. Lo consiguió a veces. No porque se le subiera nadie a las barbas sino porque su afán por evitar que así fuera, que no primara el aspecto político del evento sobre el meramente judicial, le hizo tratar de ser contundente y la consecuencia fue que pareció tener prisa por que terminara. O quizá simplemente Hurtado se limitó a aplicar al dirigir la declaración lo que ya había dejado en evidencia con sus anteriores votos discrepantes: que no quería que Mariano Rajoy estuviera ayer allí. Como también había votado en contra de las declaraciones de Pío García Escudero, Álvarez Cascos, Javier Arenas, Mayor Oreja,... y todos los ex altos cargos del PP que cuya comparecencia como testigos se solicitó.

Prejuicios aparte, el caso es que no permitió repreguntar en muchas ocasiones y azuzó el ritmo a las acusaciones particulares -no le hizo falta con abogado del Estado y fiscal porque el primero no preguntó y la segunda pasó el trámite con sensación de desgana-. Desde la mirada del lego en la materia, la impresión que queda es que para toda la argumentación con la que tuvieron que justificar sus preguntas los abogados, el tribunal resultó lacónico y hasta displicente a la hora de prohibírselas. Vamos, que el modo en el que consideró varias preguntas no pertinentes rozaba en ocasiones lo impertinente y tampoco se sintió preocupado por las protestas, de las que hizo acuse de recibo como quien se quita un amiga del pantalón tras zamparse una hogaza.

Y, en el fondo, tampoco pudo evitar que el propio Mariano Rajoy se tomara la declaración como un debate parlamentario con los abogados de la acusación, permitiéndose consideraciones sobre la calidad argumental y el fondo intelectual de las preguntas a las que se le sometía. Salió airoso, como se congratulaban en afirmar desde el PP, a base de no recordar ni saber o directamente negar lo que podría resultar incómodo y mostrarse contundente en los detalles intrascendentes. A lo mejor si en lugar de sentarse junto al tribunal en un estrado elevado hubiera declarado de cara a los magistrados, como hemos visto habitualmente en multitud de casos vistos por la Audiencia Nacional, no habría estado tan subido. Al estrado, se entiende. Prerrogativas del cargo de presidente, que no del de testigo.

Pero, en el fondo, entre las preguntas a las que respondió y las que no le dejaron responder por improcedentes, Rajoy basó su declaración en su condición de caballito blanco. Todos hemos otorgado esa condición en nuestros juegos infantiles a quien, por ser más pequeño, débil o simpático, no se la quedaba nunca. El principal argumento de Rajoy fue que su ocupación en su partido era y es estríctamente política, nunca relacionado con las decisiones ni la gestión económica de sus cuentas ni su financiación.

Es coherente. No cabe interpretar que el presidente de un partido o el director de una campaña electoral enfrascado en el debate y los grandes mensajes de la política ande contratando la megafonía o buscando fondos para pagarla. Lo suyo es exigir que otros lo hagan. El argumento sufre más cuando, en el proceder de su acción política y su responsabilidad orgánica en el partido, se dedica a dejar por escrito lo que opina de ciertos procedimientos y casos de corrupción vía sms, o a resolver las sospechas de actuaciones irregulares de un plumazo, sin encomendar investigación interna: “Arrégleme esto”.

Al presidente del Goberno se le debe suponer la capacidad y la prevención para entender que usar el nombre de su partido ante sus cargos públicos en ayuntamientos por parte de sus proveedores puede contener un aspecto delictivo. De su declaración de ayer no se desprende que se sintiera en la obligación de cumplir con el deber ciudadano de cumplir y hacer cumplir las leyes en los casos que puedan afectar al partido político del que ha vivido, que preside, que le sustenta orgánicamente y del que ha elegido ser emblema público.

Pero la defensa de Rajoy es que no se ocupa del antes ni del después, solo del rato que está en el cuadrilátero. Llega arropado para que no se enfríe y asesorado para dar los golpes más contundentes. Y vuelta a la jaula dorada. Ante esta imagen uno no puede dejar de advertir que ese procedimiento, en sí mismo, no impide que alguna vez a la estrella se le escape un manotazo a destiempo fuera del ring ni un mordisco a una oreja dentro. Aunque Rajoy no sea Tyson y solo pretenda ser irrresponsable penal.

En realidad, el caballito blanco se concede por consenso, para que todos puedan participar en el juego sin entorpecer su desarrollo. Pero Mariano Rajoy, si no se la queda nunca, estará falseando las reglas de este juego que son las de la democracia. Nadie pretende que sepa todo lo que se hace en su partido, como nadie pretende que Messi, Cristiano o tantos otros auditen a sus asesores fiscales. Pero la firma que va en la declaración de la renta es la suya, no la de su asesor. Eso no les libra de responsabilidad, civil o penal.

Igualmente, la rúbrica que da fluidez a determinadas actuaciones del partido con una llamada a tiempo o un sms a destiempo bien puede ser la de su presidente. Acreditarlo en un sentido u otro es lo que determina la responsabilidad política. O la penal.

No basta con no haber querido ver.