pedro Sánchez rumia en silencio su venganza, sabedor de que ya sólo le quedan las cartas marcadas de su suerte fatídica. Desde que se vio cercado en diciembre por el veto de los inefables barones al soberanismo catalán y en junio relegado aún más por las urnas, el líder socialista idealiza en su subconsciente cuándo llega ese momento en el que Mariano Rajoy dobla la rodilla, derrotado, incapaz de superar el bloqueo institucional al que le han llevado cuatro años de mayoría absolutista, el rosario de corrupción en los dominios donde se pone el sol del PP y el frentismo jacobino. Y hasta entonces, atrincherado mano sobre mano, guarda un calculado silencio incluso ante las acometidas del binomio Prisa-Felipe González y la más reciente del negociador venezolano Rodríguez Zapatero. Verbaliza invariables lugares comunes en sus apariciones hasta parecer peligrosamente enrocado en una combinación imposible en democracia: el doble rechazo del PSOE al actual candidato del PP y a la convocatoria de unas terceras elecciones. Todo un conato de peligroso malabarismo que amenaza con señalarle con el dedo acusador lejos en el caso de que se rompa la cuerda.
Sánchez sabe que su futuro se lo han escrito. Quizá por la profundidad de esta tamaña determinación exógena solo otea peligrosos nubarrones mientras descifra en su acotado entorno la viabilidad real de sus aspiraciones dentro y fuera del partido. Que, por supuesto, las mantiene intactas para que a nadie se le olvide. Es entonces cuando detecta la poderosa repercusión, más mediática que interna, de sus enemigos de siempre que parecen jugar más a favor del rival que de su propio partido. Envueltos en la fácil bandera de la estabilidad del Estado, con sus reiteradas exigencias a la abstención condenan de facto a galeras al PSOE como responsable directo de unas nuevas elecciones al tiempo que dejan como un páramo el terreno social donde el PSOE pueda recuperar siquiera una pizca de confianza. En realidad, tampoco les importa porque la guerra de sus intereses es otra.
Pero Sánchez acusa este desgaste diario porque, fatalmente, tampoco puede blandir ninguna hazaña desde que llegó al poder socialista. Más bien, su cuerpo político está lleno de cicatrices. Atraviesa por ese momento amargo en que lamenta el interesado silencio de esas mismas voces cuando en marzo tenía prendido el acuerdo con Ciudadanos y entonces nadie instó al PP a la abstención para así facilitar un gobierno y evitar las segundas elecciones más estériles jamás conocidas. Ante semejante panorama, a Sánchez solo le queda morir matando para proclamar airoso su arrojo político. La duda existencial radica en si lo hará. Tiene ahora, más que nunca, el respaldo de las bases del partido conjuradas en defender el rechazo a Rajoy y a la derecha, que son dos destinos a veces distintos. Posiblemente enrabietadas por el permanente ninguneo del voto socialista que supone la exigencia inquebrantable como razón de estabilidad del Estado de que faciliten la investidura del candidato del PP. Vaya, hartos de ese chantaje que advierte con intención Patxi López cuando quiere fortalecer mediante una expresiva declaración la postura numantina de Sánchez.
Sustentado sobre esta base de la Casa del Pueblo, y en soledad, el candidato socialista podría construir su vendetta. Una venganza que inexcusablemente pasaría por el descabalgamiento de Rajoy. Sería su primer triunfo personal y político, ese que tanto anhela, antes de comunicar al rey que tiene fundadas esperanzas de aspirar otra vez a un gobierno alternativo precisamente ahora que ya no existen líneas rojas en Cataluña. Eso sí, al menos tendría que atreverse a plantearlo a los de siempre. El problema para él es que les suene a ciencia ficción.