MADRID - Investidura y estabilidad fueron las palabras que marcaron el día después del 20D. Curiosamente, la palabra que se ha ido quedando fuera de las reflexiones de los partidos ha sido la que ha marcado todo el proceso electoral: alternativa. Y han renunciado a ella quienes precisamente la han venido abanderando como eje de sus campañas electorales: PSOE y Podemos.

Crear una alternativa al PP, como partido ganador en minoría, supondría, en primer lugar, que una fuerza emergente que aspira a relevar al socialismo histórico en el liderazgo de la izquierda española, eligiera presidente a su rival, Pedro Sánchez. Al fin y al cabo ha cosechado más votos y más escaños. Y, en segundo, obtener el respaldo de aquellas fuerzas nacionalistas cuya minimización en la vida política han confesado buscar. Es una batalla de liderazgos en la que Pablo Iglesias ha jugado inmediatamente la baza del derecho a decidir con un fervor que no ha estado presente en su campaña. Pero le ha bastado mirar el mapa de resultados y descubrir Catalunya y Euskadi como dos activos electorales para su proyecto, sabiendo que Sánchez no puede suscribirlos.

Rajoy tampoco suma Pero, si hoy no hay alternativa al PP desde la izquierda, tampoco en torno a él. Rajoy, que excluye de facto a nacionalistas vascos y catalanes con su discurso de soberanía nacional indivisible, no tiene más aliados que la necesidad de Albert Rivera de no afrontar un nuevo proceso electoral a corto plazo después de constatar que su techo está mucho más abajo de lo que esperaba. Hoy, Ciudadanos no es voto útil en una segunda vuelta electoral, donde se tendería a polarizar aún más los sufragios: y en la derecha el PP ha pasado su reválida.

Por eso necesita Rivera que alguien le haga el trabajo que sus escaños no le permiten hacer: que la legislatura comience al menos. Así, apelaba ayer a Pedro Sánchez para que lo permita con la abstención del PSOE en la investidura de un candidato del PP. No será Mariano Rajoy, según sostenía ayer el propio PSOE, porque no lo soportaría el liderazgo de Sánchez en su partido. Ya dijo que el popular no es decente por su gestión de la corrupción, de modo que ni su abstención ni mucho menos la gran coalición que sugieren algunos intereses económicos son asumibles para un Pedro Sánchez que se haría el hara-kiri en vísperas de un congreso en el que aspira a ser refrendado. Al menos a fecha de hoy.

Otra cosa sería que el bloqueo del PSOE propicie el relevo de Mariano Rajoy y el PP presentara otro candidato o candidata. Si Sánchez se apunta ese tanto podría, al menos dialécticamente, defender un discurso de responsabilidad en favor de la estabilidad para permitir que haya un gobierno en minoría al que desgastar en una legislatura corta. Y, siendo sinceros, tampoco debe resultar especialmente tranquilizador en la Ejecutiva socialista la perspectiva de encarar una nueva cita con las urnas en el plazo de unas semanas con Podemos a medio millón de votos y Alberto Garzón dispuesto a hacer valer sus 900.000 de IU-Unidad Popular en un nuevo escenario en el que las diferencias con Pablo Iglesias se antojan menos irreconciliables.

Quién está más preocupado Hay un clima de presión que se orienta especialmente al PSOE en el que se apela a la responsabilidad de impedir un escenario inestable. Esa corriente de opinión, que ampara y alimenta el mismo entramado de intereses económicos y mediáticos que han planteado estas elecciones en una pugna a cuatro para eliminar del tablero a las mayorías políticas de las naciones del Estado, susurran que hay que calmar a los mercados internacionales y disipar las preocupaciones en la Unión Europea como valores superiores a la voluntad ciudadana expresada democráticamente.

Pero incluso esas voces van tomando conciencia de que lo que no cabe en cabeza cabal es la gran coalición PP-PSOE. Si el PSOE renuncia a ser alternativa a la derecha, el sorpasso desde la izquierda está asegurado; su secretario general enterraría su futuro político y el pacto se rompería antes de nacer.

Contra lo que pudiera parecer, quizá sea en la sede del PP de la calle Génova, donde la preocupación es más contenida. Es el estilo de su presidente, que acostumbra a dejar que los problemas tomen asiento por sí solos y prefiere no hacer nada antes que equivocar un movimiento. Como partido más votado, suya es la responsabilidad de intentar formar gobierno. Sabe que puede contar con Ciudadanos y sabe que la izquierda no va a presentar un candidato con más apoyo que él. Pero también sabe que se ha cerrado tantas puertas que nadie más va a gastarse con él.

Si Mariano Rajoy fuera la pieza a sacrificar por el PP para mantener el gobierno, sin duda le resultaría más interesante hacerlo mediante un nuevo proceso electoral dentro de unos meses. Agotando el proceso de investidura tensionarán y harán explícitas las divergencias entre las fuerzas de izquierda que aspiran a liderar la alternativa. Y, en el peor de los casos, si se ve abocado a volver a las urnas podrá decidir entonces si lo hace con Rajoy para rescatar un voto útil que, en manos de Rivera no habría servido para dar a luz un gobierno, o con el emblema de un proceso de renovación que ofrezca otro candidato o candidata libre de estigmas.

Y en ese eventual escenario, son Sánchez y Rivera los eslabones más débiles de la cadena de acontecimientos que podrían desembocar en una nueva convocatoria electoral mientras Podemos y el PP tenderían, previsiblemente, a mejorar resultados. ¿Por qué deberían los nacionalistas vascos o catalanes inmiscuirse en este juego de la investidura? Desde el PNV a ERC, pasando por la DyL de Artur Mas, han acreditado que su base social es suficiente para hacerles relevantes y no tienen nada que ganar en esta pugna a cuatro como se ha planteado.