En España murieron en 2014 más personas que las que nacieron. Esto puede parecer anecdótico pero no lo es. El descenso demográfico es muestra de una falta alarmante de vitalidad social, para empezar, pero tiene a su vez efectos muy negativos. Las peores consecuencias del fenómeno serán quizás neutralizadas por personas que vengan de otros países pero, como sabemos, eso generará otros problemas de nada fácil gestión.
La instrucción pública está en España en un estado lamentable. La tasa de abandono escolar es, si no la más, una de las más altas de Europa. Los resultados que una y otra vez arrojan las evaluaciones internacionales dejan mucho que desear. Y si buscamos universidades españolas en las clasificaciones internacionales, no encontraremosninguna en puestos destacados salvo en aspectos casi anecdóticos y de forma muy excepcional. La sociedad española no ama la educación.
Y qué decir de la ciencia. España parece haber renunciado a cultivar, producir, aplicar y exportar conocimiento propio. No era una potencia científica haceuna década, pero las reducciones presupuestarias de las dos últimas legislaturas han conducido al sistema de ciencia y tecnología español al borde del colapso. Y lo peor de esa política es que ha ejercido su efecto más pernicioso sobre la formación del personal investigador, o sea, sobre quienes deberían formar, a su vez, a los investigadores del futuro. Es la misma viabilidad del sistema español de generación de conocimiento la que está en cuestión.
¿Pero cuánta gente se siente concernida por estos problemas? ¿Cuánta interpelada por los malos resultados educativos? ¿Cuántos lamentan de verdad los hachazos sufridos por la ciencia en la última década? ¿Importa todo esto a alguien?
Si uno asiste a los debates de campaña, si le echa un ojo a los espacios publicitarios, o si se fija en las informaciones de prensa, no encontrará, salvo accidentalmente, mención alguna a estas cosas. Parece que en la campaña electoral interesa quién y con quién va a gobernar; no lo que hará después quien ocupe el gobierno. Y cuando algo parece interesar, parece más bien que es por su componente emocional. Por eso importan la cuestión catalana, la política de inmigración, y hasta la corrupción. No porque esos problemas sean o puedan ser objeto de políticas públicas bien pensadas, sino porque tienen aspectos que conciernen a nuestras tripas. Y también importa aquello que se valora en función de los intereses más inmediatos: si habrá estas o aquellas subvenciones, si se bajarán los impuestos y asuntos por el estilo.
Y sin embargo, los temas ausentes del debate electoral antes citados -demografía, formación, conocimiento- están entre los que determinan en mayor medida la viabilidad futura de un país. Son esos asuntos los que condicionarán la calidad del sistema sanitario, la cuantía de las pensiones futuras, los servicios sociales y demás bienes públicos. Por eso asombra el escaso -o nulo- espacio que tienen en la agenda electoral. Quizás estén en los programas, pero en las próximas dos semanas casi nadie hablará de ellos.