Cuando las sociedades se conmocionan por tragedias sobrevenidas, suele salir a la luz lo mejor y lo peor de los individuos. La brutalidad terrorista que hace nueve días estremeció a París, a Europa y al mundo, provocó un inmediato movimiento de solidaridad que llevó a la ciudadanía a agolparse ante los centros sanitarios para donar sangre, a confortar a los supervivientes y a llorar a los muertos. Al mismo tiempo y por el mismo hecho, se puso en marcha la maquinaria destructora para el ojo por ojo del bombardeo masivo con el inevitable saldo de muertes inocentes.

Las respuestas ante estos acontecimientos dramáticos, como puede comprobarse, demuestran una gran disparidad entre la calidez emocional de la ciudadanía y la frialdad vengativa de los poderes públicos. Pero hay otra frialdad más sibilina, más cínica, que ha aflorado desde un sector de otro estamento de poder, la Iglesia, que desde su privilegiada cátedra ha elevado la voz en perjuicio de los más pobres de la tierra.

El cardenal Antonio Cañizares, arzobispo de Valencia, es sobradamente conocido por su trayectoria retrógrada, inmovilista, cuya interpretación integrista de la doctrina católica le ha situado en la línea más ultraconservadora asentada por el fallecido Papa Juan Pablo II. El cardenal Cañizares, en férreo equipo con el todopoderoso cardenal Rouco Varela, protagonizaron duros enfrentamientos con los gobiernos socialistas y presionaron hasta la extenuación a los gobiernos del PP. Sacaron en protesta a la calle a miles de personas, entre las que destacaban por su expresiva ferocidad conocidos militantes de la extrema derecha. No eran tontos, no, Rouco ni Cañizares. Eran -y son- el caballo de Troya de esa derecha extrema e irredenta que en tiempos acaudillaban Blas Piñar y su Fuerza Nueva. Caballos de Troya del mayor contrapeso hacia la extrema derecha ideológica y política que sostiene y condiciona al Partido Popular y que peligrosamente va ganando terreno en Europa.

Pues bien, aprovechando la tragedia de París, estos caballos de Troya han salido a la luz sacando en este caso su peor rostro. Antonio Cañizares asomó sin ningún pudor echando mano de otra tragedia previa, advirtiendo que en esa avalancha de refugiados que se agolpan a las puertas de Europa “no todos son perseguidos, no todos son trigo limpio y no debemos dejar pasar a todos porque hay que ver quién está detrás de todo eso”.

El arzobispo de Valencia, a quien jamás se le ha escuchado palabra alguna para denunciar la corrupción galopante que ha campado a sus anchas por la Comunidad que pastorea, quizá agarrándose al clavo ardiendo de un supuesto pasaporte sirio cuya procedencia y autenticidad aún no se ha comprobado, llama a la xenofobia, a la limpieza de sangre, a la desconfianza y al rechazo al diferente. Principios ideológicos, todos ellos, propios de la extrema derecha filosófica y política, añadidos en su caso a sus criterios morales sobre la igualdad, la autodeterminación sexual o el respeto a la libertad de la mujer para decidir sobre la natalidad.

Hay algo más que integrismo doctrinal en las expresiones del cardenal Cañizares. Hay, también, más que mero corporativismo en el fervoroso apoyo que le dedicó el obispo de Donostia, Ignacio Munilla, otro caballo de Troya que día a día nos sorprende en su decidida defensa de las interpretaciones más integristas de la doctrina de la Iglesia. Munilla salió en defensa de su reverendo colega señalando que la matanza de París le dio la razón a Cañizares, cuando alertó de que no todos los refugiados eran trigo limpio. O sea, la oleada de personas de toda condición que busca refugio en Europa no es un drama colectivo que interpela no sólo a los cristianos sino a todas las personas de buena voluntad, sino una amenaza que arrastra de alambrada en alambrada, de paliza en paliza, de frío en frío, el caballo de Troya del terrorismo yihadista.

Curiosa la actitud del obispo Munilla, que a su entrada al frente de la diócesis se llevó por delante a todo un amplio equipo de curas, monjas y seglares bregados en el mantenimiento vivo de la comunidad cristiana de Gipuzkoa en los tiempos más duros y en apoyo a obispos de la envergadura de Setién o Uriarte. Munilla vino, vio y venció, otorgando las más altas responsabilidades a personal de su confianza, actitud, por supuesto, absolutamente lógica en la práctica política. Porque el obispo Munilla, con disimulo pero sin misericordia, congrega y consolida al integrismo doctrinal pero como caballo de Troya al mismo tiempo a la extrema derecha política de la diócesis.

Al obispo Munilla, además, le gusta ejercer de enfant terrible, de vocear lo que otros no se atreven, de defender lo políticamente incorrecto aunque se contradiga a sí mismo como dar la razón en su xenofobia al cardenal Cañizares y a la vez animar en Aranzazu a religiosos y seglares a acoger a los que huyen de Irak y Siria en búsqueda de refugio. Hay gente así, gente que se crece llevando la contraria al mundo, gente capaz de soltar cualquier necedad pretendiendo que dice las verdades del barquero. Sin cortarse, crecido y aquí mando yo, advierte que “es imposible” que los divorciados reciban la comunión, sin pararse a considerar que su jefe máximo, el Papa Francisco, proclama que “los divorciados no están excomulgados, son parte de la Iglesia”.

Pero le da igual. Él a lo suyo, a consolidar los principios que cohesionen a la extrema derecha diocesana. Por si acaso esto da la vuelta y vuelve otro Caudillo.