Dos tiros en la cabeza disparados a bocajarro por un miembro de ETA acabaron con la vida de Ernest Lluch, profesor, catedrático, intelectual comprometido, político, exministro socialista, ensayista, escritor, catalán amigo de los vascos y que ejercía de embajador de Euskadi allá donde fuese, ferviente defensor del diálogo y múltiples facetas más, aquella noche del 21 de noviembre de 2000, hace hoy quince años.

Lluch, un hombre confiado que pocos días antes había expresado, medio en broma, su deseo de cumplir “104 años”, no llevaba escolta ni disponía de protección alguna. En su libro Qué piensa Ernest Lluch, basado en una larga entrevista del periodista Marçal Sintes, el autor le preguntó cuatro años antes del asesinato si estaba amenazado por ETA. “Me han estado siguiendo, me han hecho todo este tipo de cosas. No quiero entrar en detalles porque es una cuestión que los que por ahora hemos salido bien librados del asunto no debemos aprovechar para hacernos los mártires. Y ahora, desde luego, tengo miedo a veces”, respondió.

Objetivo fácil, ETA no lo dudó y lo abatió en el aparcamiento de su domicilio cuando regresaba de dar clases en la Universidad. Su asesinato causó una gran conmoción, en Catalunya -donde un millón de personas se manifestaron en repulsa por el atentado-, en Euskadi y en España. Nadie entendió que la banda matara a quien no solo defendía el diálogo, sino que lo practicaba con todo el mundo y que buscaba una solución para el problema vasco. Durante el juicio por el crimen, los autores José Ignacio Krutxaga, Lierni Armendariz y Fernando García Jodrá -que fueron condenados en 2002 a 33 años cada uno- justificaron el crimen aludiendo a que Ernest Lluch, como ministro de Sanidad en la etapa de Felipe González, fue “el ministro de los GAL” y “miembro del Gobierno español que financió a los GAL e instigó y apoyó la tortura y la dispersión”.

“Era un practicante del diálogo, creía en el diálogo, en el entendimiento, desde el respeto a la diversidad, de abrise a la opinión de otros aunque no la compartiera”, afirma Odón Elorza, exalcalde de Donostia y gran amigo de Lluch, con quien compartía muchos momentos en sus constantes estancias en la capital guipuzcoana. “Cuando venía a Euskadi le gustaba lo que a cualquier ciudadano vasco, era uno más, le gustaba hacer contactos y juntarse con gente de ideologías muy diferentes y buscar puntos en común para, sobre todo, poner fin al terrorismo”, añade Elorza, quien le define como “muy entrañable” y “un excelente amigo”, además de “tutor político” y “socialdemócrata a carta cabal”.

De similar opinión es Jonan Fernández, por entonces coordinador de Elkarri, organización de la que Lluch era socio, así como de Gesto por la Paz. “No era un político cómodo para nadie, porque tenía un discurso diferente. Eran tiempos en los que la defensa del diálogo era un poco sospechosa y propugnar el diálogo estaba fuera de la doctrina oficial y no todo el mundo lo veía con buenos ojos”, afirma.

Apasionado de Euskadi y comprometido como estaba con su realidad, tanto Elorza como Fernández coinciden, también, en que hoy Lluch disfrutaría de una sociedad en paz tras el fin de la violencia de ETA. “Habría sido feliz, habría disfrutado un montón. Hubiéramos entrado los dos a la parte vieja, como lo pude hacer yo, con toda tranquilidad, sin miedo a nada, sin aspavientos, sin malas caras. Hubiera sido inmensamente feliz porque es lo que él perseguía desde hacía mucho tiempo”, insiste el excalcalde socialista.

Para Fernández, “Lluch hubiera disfrutado estos cuatro años, hubiera sido un activo impulsor de la convivencia y de la consolidación de la paz”.

ETA truncó esa posibilidad, pero la memoria de Lluch y su apuesta por el diálogo siguen vigentes.