La presunta herencia que Florenci, el padre de quien fue molt honorable, dejó en 1980 a su nuera y a sus siete nietos por sus miedos ante la carrera política que iniciaba el fundador de CDC continúa siendo difusa porque nadie ha puesto sobre la mesa el papel que valide y certifique cómo los capitales que se evadieron a la Hacienda española proceden de la supuesta deixa. En sus presencias en la Cámara y el juzgado Pujol se ha afanado en negar haber sido un político corrupto y haberse llenado los bolsillos al frente de la Generalitat, pero sin aportar pruebas con las que reforzar su defensa o disipar las incógnitas respecto a los no menos supuestos trapicheos de sus descendientes, que han ido acumulando imputaciones. “Yo me dediqué a hacer país. No decidí hacer política para ganar dinero porque dinero ya tenía”, argumentó Pujol, que cifró en 140 millones de pesetas el importe que tenía aquel legado, pero en todo momento se desvinculó de su administración, un control que, según dijo, ejercieron primero dos amigos de su padre y luego uno de sus hijos. “Todo son intoxicaciones”, censuró, despojando además cualquier nexo con Banca Catalana, intervenida por el Banco de España ante el enorme agujero que arrastraba dos años antes de que la Fiscalía General del Estado, en mayo de 1984, ultimara una querella contra Pujol, su máximo accionista, y el resto de directivos. El asunto versaba sobre la desaparición de 20.000 millones de pesetas pero se archivó en 1986.

Si no se arrepintió antes en público del dinero escondido en Andorra fue por el “temor” a que su imagen quedara dañada, justificó Pujol. El periodista Pere Ríos, autor de Banca Catalana: caso abierto, lo compara con el caso que el escritor Javier Cercas repasa en el libro El impostor, la vida de Enric Marco, falso superviviente del holocausto nazi que llegó a presidir la Amical de Mauthausen, lo que da pie a pensar que “una mentira triunfa si está amasada de verdades”. La Justicia será quien dictamine si en el relato de Pujol afloran las falacias pero en su entorno se admite que el primer jefe del Govern imputado por un juez y reprobado ha sido ya duramente castigado social y políticamente.

El pasado 23 de febrero, en su declaración ante la comisión que investigaba sus irregularidades, su familia y él tiraron de subterfugios ante las preguntas comprometidas: Pujol se escudó en que se le acabó la pila del aparato auditivo que mitiga su sordera; su mujer, Marta Ferrusola, fue irónica cuando le preguntaron sobre sus frecuentes viajes a Andorra acompañada de Mossos d’Esquadra armados -“sí, iban con cuatro fusiles, seis escopetas y un tanque”, soltó-; y su hijo mayor, también Jordi, se extendió sobre detalles inofensivos acerca de sus empresas y hasta citó un chiste de Belén Esteban sobre unas cuentas en Islas Caimán. “Todo es dicen, dicen, dicen”, se quejó el padre ante las preguntas de la oposición.

Lo más probable es que el expresident no salga perjudicado en los tribunales si es que se llega a ese punto, aunque peor lo tienen Jordi, Oleguer, Oriol y el resto de sus siete vástagos. Lo cierto es que esos 140 millones, merced a la gestión de Delfí Mateu hasta 1989 y de Joaquim Pujol Figa durante unos meses, se multiplicaron de tal forma que cuando llegaron a manos del primogénito a principios de los años 90 eran ya 500 millones. Es decir, de 840.000 euros a tres millones en solo una década. Jordi, según la familia, se repartió con la madre y los seis hermanos cada trozo de la tarta (62 millones de pesetas) y cada uno abrió su cuenta en aquel país. E insisten sus allegados en que el pater ignoraba incluso que semejante oropel, que se invirtió en “láminas de titularidad opaca”, sumó ocho millones de euros en 2000. Marta Ferrusola regularizó 838.244 euros; la mayor de las dos hijas, Marta, 532.029; Pere, 701.341; y Mireia, 1.072.767. El menor, Oleguer, legalizó 3,2 millones. Otros hijos no lo han aclarado, y el quinto de la saga, Oriol, asegura que ni tiene dinero fuera del Estado no ha regularizado “nada” porque “no había nada que regularizar”. Este último vio cercenada su trayectoria política tras ser imputado por el caso de las ITV tras llegar a ser número dos de CDC.

ataques del estado “El Estado ha hecho una jugada indigna... A partir de ahora, de ética y de moral, hablaremos nosotros”, proclamó Pujol el 30 de mayo de 1984 ante una multitud en su investidura tras su primera mayoría absoluta, y a resultas de la querella por Banca Catalana. Un ataque contra el país, Catalunya, metaforizó. Ahora, sujetado al proceso soberanista, alude de nuevo a la maquinaria desde Madrid. Pero su formación, CDC, se ha desligado de su silueta. El Pujolismo no acabó el 20 de diciembre de 2003, cuando lo relevó el socialista Pascual Maragall, en este instante abrazado también a la secesión; fue la mañana del 25 de julio, hoy un año, cuando cruzó por última vez la puerta de la sede convergente tras confesarle a Artur Mas que estaba a punto de hacer añicos su propio mito. Entre la indignación y el estupor, a la fuerza nacionalista no le ha quedado otra que aparcar a quien reconstruyó casi de la nada el autogobierno catalán entre lecciones morales. “El país pasa por delante de cualquier persona”, zanjó el ahora president; pero más claro fue el exregidor Xavier Trias: “Pujol tiene que desaparecer”. Paredes de cristal y hasta medidas anticorrupción integran la hoja de ruta independentista. Una placa junto a la sala de prensa es la única referencia visible a Pujol en la sede de CDC donde presidió tantas reuniones. Es más, el edificio está en venta.