Sumidos ya de lleno en el nuevo ciclo que vivimos en Euskadi, parece adquirir protagonismo un modelo de dialéctica política acusatoria basada en la argumentación a contrario. Cuando el lehendakari habla de una vía propia vasca de autogobierno, Bildu interpreta tal planteamiento como una sumisión connivente con el Estado español y plantea la vía unilateral y desobediente de la secesión, la independencia por la independencia. Un segundo ejemplo, dirigido a crear estado de opinión, lo lanza repetidamente el inefable delegado del Gobierno español en Euskadi, el señor Urquijo, cada vez más solo y aislado en su al parecer irrefrenable deseo de encontrar excusas para litigar en lugar de dialogar, consensuar, debatir y conciliar soluciones para la convivencia. Su motor de actuación político reside en considerar que nuestras instituciones vascas cuestionan el sistema y los fundamentos del Estado de Derecho en Euskadi.
Ese planteamiento frentista persigue en realidad identificar el actuar de las instituciones vascas con el antisistema, con la ruptura del modelo institucional preestablecido, y en realidad tal discurso y tal pauta de actuación bajo el supuesto imperio de la ley persigue ahormar y domar el sentimiento identitario vasco, fagocitándolo bajo la aséptica invocación del Estado y del respeto a las reglas establecidas. Nadie ha subvertido el orden establecido. Tener un proyecto político y defenderlo, siempre que se cuente con el respaldo social necesario y se haga a través de los cauces legales establecidos, representa la norma suprema de la convivencia en democracia.
Pretender identificar normalidad democrática con armonización, subsumiendo el sentimiento identitario vasco bajo la mimética forma de entender el hecho territorial español, y presentar tal civilización del discurso político como la prueba de modernización de la política vasca esconde el deseo de minusvalorar lo vasco, por rebelde, salvo que el planteamiento político coincida con su formulación homologadora.
Pese a todo, entre los retos a los que nos enfrentamos las naciones sin Estado en un mundo global, que vive atenazado por la crisis económica y los vaivenes políticos nacionales, sigue ocupando un lugar preferente el del sentimiento identitario. Una primera evidencia es que los Estados siguen ostentando el primer puesto en el ranking de instituciones políticas. Pero deben adaptarse a un nuevo contexto y entorno global, no pueden aferrarse a los decimonónicos conceptos de soberanía, deben reinventarse, y solo pueden hacerlo si reconocen la existencia de otros espacios políticos más allá de su monopolio de poder.
Esto se ha aceptado ya con relativa normalidad cuando hablamos de organizaciones supranacionales, como es el caso de la Unión Europea, a la que se ceden competencias cada vez en ámbitos más relevantes para el día a día de los ciudadanos. Y sin embargo sigue despertando recelos, inquietudes, interpretaciones y respuestas cicateras la propia idea de soberanía compartida cuando hablamos, ad intra, del reconocimiento de la existencia de naciones dentro de un Estado, como es nuestro caso, el de Euskadi.
En este caso el Estado trata de mantener celosamente su fuerza, su poder, su monopolio institucional, para tratar de reforzar una identidad nacional, una única identidad, coincidente con la del Estado. Cuando el lehendakari apuesta por el pleno desarrollo estatutario, cuando habla de profundizar en el autogobierno, traslada en realidad al Estado, al gobierno central y a sus dirigentes la noción de confianza recíproca. La divergencia no está entre autonomismo y soberanismo, sino que radica entre el reconocimiento identitario de Euskadi como agente, como actor político y como nación, frente a la concepción que lo considera como mero titular competencial de una serie de materias subordinado a la indisoluble unidad de la única nación (la del propio Estado español).
Es posible reivindicar y lograr aglutinar en torno a un sentimiento de identidad nacional vasca una percepción de comunidad, que genere cohesión social y de sentimiento de grupo, por encima de coyunturas políticas. Conservar, modificar y actualizar (es decir, adaptar a la cambiante realidad europea y mundial) nuestro autogobierno no es ninguna deslealtad, no forma parte de la “insaciable exigencia competencial de los nacionalistas”. Ese frentismo españolista y centralista fagocita todo intento de reflexión serena.
Y la obsesión centralizadora arrastra la centralidad política hacia los extremos, deslegitima la propia política como cauce para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. La apuesta desde Euskadi, insistente y firme, ha de ser debatir, dialogar, acordar, compartir. Son verbos poco revolucionarios, pero más necesarios que nunca. La nueva épica del siglo XXI se basa en la legitimación funcional de la política para que esta sirva, como una caja de herramientas, para resolver nuestros problemas como sociedad y como ciudadanos.