Produce incomodidad. Además de horror, rabia, rechazo y todos los apelativos que se quieran añadir en ese sentido al referirse a los ataques yihadistas de Francia, debo confesar que la situación, el debate generado a partir de ellos, me resultan muy incómodos. No por las razones que pueden resultar más obvias. Creo que debemos impermeabilizarnos a los intentos interesados de que la barbarie fanática de una minoría definan nuestra consideración de la mayoría de musulmanes. Es de perogrullo, pero me niego a no decirlo. Como me niego a no identificar claramente al sociópata con delirios religiosos que hay detrás de cada fundamentalista por el hecho de que muchos musulmanes acumulen agravios y sufrimiento en muchos lugares del mundo. Muchos causados por el entramado de intereses que tienen su origen en Occidente y muchos otros sometidos al rigor que otros musulmanes les imponen contra los principios de libertad y derechos humanos, sometiéndoles a una cosmovisión medieval. También me niego a callarme eso.

Así que, a despecho de islamófobos -que igualmente suelen ser ajenos a cualquier otra forma de libertad de credo, raza, sexo y condición social- e islamófilos buenistas -que también los hay, empeñados en situar en las democracias occidentales la única razón de todos los males de las dictaduras orientales- ese debate no me deja huella. Lo que escuece es que la capacidad que tenemos los vascos para sentir la catarsis del dolor lejano conviva con la dificultad de desarrollar plenamente la empatía con quienes sufren en el seno de nuestra sociedad. Me resultó a la vez decepcionante y revelador el espectáculo del Parlamento Vasco, incapaz de consensuar una condena del atentado contra el semanario Charlie Hebdo.

Nuestra propia experiencia de violencia sigue estando demasiado viciada. Demasiado cercana, quizá, para poder extrapolar de ella la esencia del dolor, de la injusticia y de la barbarie. No hay dificultad en hacer ese ejercicio con las violencias ajenas. Todo el espectro político coincidió en el Ayuntamiento de Donostia en identificar el atentado de París como “cruel y despreciable en contra de los derechos humanos y la libertad de expresión”. Pero, si no somos capaces de aplicar el mismo retrato de injusticia y fanatismo a la violencia perpetrada en Euskadi durante las últimas décadas, ¿qué credibilidad tendrán las propuestas éticas de paz y convivencia que se anuncian, más allá del lenguaje no habitual que prometen? La nota de EH Bildu considera “un error mezclar la denuncia de ese ataque cruel contra los derechos humanos y democráticos con otro tipo de violencias”. ¿Está sugiriendo que en Euskadi hemos padecido una violencia que no era “cruel contra los derechos humanos y democráticos”? ¿La de ETA o la de los GAL eran respetuosas con ellos?

Es un debate respetable que alguien pueda cuestionar lo oportuno o no de retirar el foco, apenas en una línea, de lo que implicaba el atentado de París de ataque al fundamento del libre pensamiento para aludir a nuestra propia experiencia al respecto. Es comprensible la incomodidad que puede suponer para algunos ver reflejado en el clamor de hoy su silencio -nuestro silencio- de ayer. Ese es su techo de cristal. El que no permite avanzar en la reconciliación porque hay quienes pretenden dibujar un relato en el que, según el último comunicado del EPPK, ha sido su larga lucha la que ha situado hoy a Euskal Herria a las puertas de su independencia. Ese es un relato que no puede tragarse sin más la mayoría de la sociedad vasca, demócratas independentistas incluidos. En ese sentido salen perdiendo con los yihadistas en lo que respecta a ambición. Estos enfocan el reguero de sangre que van cosechando hacia la consecución de la futura eternidad, nada menos; hoy, aquellos que purgan en prisión se limitan a utilizar el suyo para justificar su pasado. Y todos han perdido de vista su presente.

La experiencia de esta semana sugiere que podemos estar equivocados al considerar que el nudo político que conforman las distintas visiones sobre la violencia se está deshaciendo en Euskadi. Que estamos cerca del reconocimiento de todas las víctimas y la condena sistemática de todas las violaciones de derechos. Que vamos siendo capaces de sublimar el dolor por encima de bandos y propiciar el encuentro desde la capacidad de reconocer ese dolor en el otro. De identificar como intrínsecamente reprobable, éticamente inadmisible, el asesinato y la tortura, las estrategias de construcción de Euskadi o de España sobre la base de arrebatar derechos al rival intelectual y político. Todo eso es verdad. Pero nuestro proceso de curación va a seguir enquistado en la metástasis moral porque persisten las estrategias de exclusivizar la gestión del dolor propio, de amasar la cohesión política en torno a él y minorizar el ajeno. Porque en su fuero interno, hay colectivos que siguen diciendo que sus muertos valen más; que el dolor que han infligido es menos cruel y tenía sentido porque ellos tienen razón y los demás no. Resulta que el atentado yihadista en París se ha llevado también por delante los mejores mimbres del optimismo en Euskadi.