juan Carlos I abdica literalmente a rastras, por el deterioro físico y en cierta medida también cognitivo, pero asimismo por el desgaste de su monarquía ante la imputación del yerno que le queda y de la inminente de su hija menor por un doble delito de fraude fiscal y blanqueo de capitales. A semejante erosión institucional se ha sumado el ocaso del bipartidismo que la sustentaba, cuya decadencia resultaba obvia antes de las elecciones europeas, una fragmentación política que acabó por persuadir al rey de que si no renunciaba con prontitud sería demasiado tarde para su hijo, más cuando la crisis del PSOE le va a decantar a la izquierda o a la insignificancia. Ajenos a la cruda realidad cacarean los hagiógrafos de guardia que enaltecen al gran Borbón como símbolo de reconciliación ocultando que lo nombró Franco por la gracia de Dios mientras a la par glosan su contribución a la democracia como su salvador el 23-F, una autoritas ante los militares y sus ruidosos sables que emanaba precisamente de tan dictatorial designación. Tampoco faltan aguerridos cortesanos que enfatizan su colosal labor de representación exterior, despreciando la doble evidencia de que la consideración del soberano crecía más cuanto menor fuera el label democrático del Estado que lo recibía y de que la bonhomía cierta de don Juan Carlos, que lo convertía en un conseguidor de primera, no lo habilitaba porque sí como jefe de Estado. Como tampoco sus acreditadas dotes de bon vivant, de coleccionista de corinnas y de tantos placeres compartidos por ejemplo con Husein de Jordania, que lo condujeron hasta Botsuana para matar elefantes y cavar allí su tumba como rey. Juan Carlos I organiza su marcha como a él le enseñaron, al margen de unos súbditos que cada día lo son menos y en su caso legando el trono por la sola fuerza de la sangre, como si la Monarquía no tuviera pendiente la legitimidad que otorgan las urnas mediante sufragio universal y directo. Más que atado y bien atado, papá deja todo blindado.