o reconozco. De primeras, cuando no estoy en mi hábitat, mi paranoia coronavírica se sitúa en extremos y acostumbra a convertirme en un personaje peculiar, incluso, gracioso, plagado de tics y de reflejos compulsivos aferrado a mi botecito de gel hidroalcohólico, que manejo con frecuencia y habilidad, y a mi mascarilla, de la que me cuesta prescindir y que ya me ha puesto en algún brete, por ejemplo, sentado en una terraza intentando dar buena cuenta de una caña. Con tales perspectivas, tratarme en primera persona durante esos instantes se convierte en un ejercicio de estoicismo digno de mención. Será cuestión de acostumbrarse, supongo, a la nueva normalidad que, así, de primeras, muy normal tampoco es, sobre todo, si se adopta en perspectiva, que suele ser aconsejable. Pero es lo que me queda si quiero vivir sin más agonías de las necesarias, que bastantes ha habido en los últimos meses. Eso sí, me temo que a precavido no me va a ganar nadie y a prudente, tampoco, al menos, hasta no acabar la segunda cerveza en un local hostelero. Será entonces cuando pueda calibrar con rigor y exactitud si los esfuerzos adaptativos a la ciudad que nos deja el bicho son suficientes o, si por el contrario, necesito aún unos meses de refuerzo.